domingo, 26 de agosto de 2012

Calabaza Macabra (Terror/Relato)


Las noches en el campo, eran muy aterradoras. Y con más razón, más aún, cuando circulaban por allí, entre los oídos y los hogares, siniestras historias de terror, sobre cosas que sucedían, y sobrecogían. Sobre horrores, que podían esconderse en el campo, tras la hierba, tras los árboles, dentro de la oscuridad. Terrores, que entraban por la noche, a las vulnerables casas, que atacaban en el sueño, que despertaban hasta al menor de los infantes, y lo remecían en espanto.
Era sabido, o se creía por lo menos, que quien se encargaba de hacer circular estas historias inicialmente, era alguien perturbado de la cabeza. Generalmente eran los ancianos, que querían infundir terror. Pero si las historias no venían de ellos, habían surgido de alguien más: Y allí, estaba la mente macabra. Las mentes trastornadas detrás de todo. Aquellas, que con el propósito de llegar a espantar hasta al más corajudo, o hasta el más asustadizo, inventaban las más macabras, siniestras, terroríficas historias. Para que luego quedaran circulando por las haciendas, por los campos, incontables noches, y se ganaran su lugar en la eternidad.
Se decía que las noches en el campo, eran muy frías, muy oscuras y peligrosas. Porque dentro de la oscuridad nada se podía ver, y todo podía acechar. Casimiro, pensaba diferente. No, a él le gustaba internarse en la oscuridad, le gustaba recorrer el campo de noche. Y a causa de esto, se había ganado varias reprimendas de sus padres. Pero nunca faltaban los amigos que lo acompañaban, aunque la mayoría de las veces iba solo. Porque eso le gustaba, aventurarse solo. Y realmente, no le temía para nada a la oscuridad, sentía que no le temía a nada. En los campos se dibujaban los ambientes más tétricos, más terroríficos. Pero para él, siempre era una travesía, una arriesgada o hasta interesante aventura, adentrarse en aquellos temores a la vista.
Había un anciano en particular, que se había llenado de historias de terror, y estimulaba la imaginación de los muchachos con estas. De unos sesenta años, piel rugosa y canas. Actitud segura, recta, rigurosa, pero que siempre encontraba tiempo para compartir con los que querían oír, y le prestaban minutos de su atención. Lo abrigaba una bufanda a su cuello, y siempre llevaba boina. “Don Renato”, era habitualmente su nombre. Así era como le hubiera gustado que le llamaran, pero siempre, simplemente, los muchachos del campo le llamaban “Renato”, a secas. O “El viejo” de las historias, para rellenar. En el campo, en el poblado. Un reducido poblado, donde apenas había luz eléctrica. Sólo se veían las ampolletas, sobresaliendo de los hogares, colgadas como por cables enrollados artificialmente, arreglados. Y estas ampolletas sólo encendían de noche, creando leves campos o círculos de luz entre la oscuridad, entre los bordes de los pequeños y modestos hogares de madera, y atrayendo a las diversas luciérnagas que centelleaban por las noches. Además de este embrollo de cables, los hogares estaban muy pegados entre sí. Por lo que cada vecino conocía la historia, y la vida del otro, y todos los infantes se conocían entre ellos también y se divertían juntos y salían a jugar. Casimiro sólo se divertía con el viejo Renato, el anciano. Sólo de él le gustaba escuchar las historias, y siempre que lo encontraba en casa, acudía donde él, para escuchar sus relatares, sus narraciones. “Una gran imaginación debía tener el viejo”, se imaginaba.
El viejo aguardaba en su ancha silla de madera, balanceándose. Allí estaba, con toda su humanidad echada. Veía a Casimiro acercarse, y sabía que debía tener una historia para contar. Y sonreía, complacido, ante el desafío.
-¿Qué historia tienes esta tarde? –preguntaba Casimiro ya acostumbrado, dejando de lado las formalidades, todo eso. Era como su segundo hogar. El anciano era estricto, pero ya lo conocían bien. Tanto Casimiro a él, como él mismo al intrépido infante.
-Tú, que eres muy aventurero, estaba esperando tu llegada. Tengo muchas historias por contarte, pero hoy, una en especial. Y me sorprenderé bastante si esta no te sorprende, y no te aterra por la noche –dijo el viejo, seguido de un grueso carraspeo con su envejecida voz. Levantaba su bastón, apuntando al chico también, como instándole a que se acercara.
-¿Si? ¿Y de cuál se trata? –preguntó Casimiro interesado y curioso. El anciano Renato lo hizo acercarse más, y lo tuvo allí, toda la tarde, oyendo la historia que tenía. Ya luego llegó la noche, y Casimiro hizo abandono. Estuvo ante las puertas de su hogar (la entrada más que todo, eran tan pobres que no tenían puertas, sólo una abertura ancha), y vaciló en entrar. Dudó, y finalmente se decidió a no entrar, y quiso dar un paseo por los alrededores del poblado. Mientras, pensaba en la historia que le había contado el anciano.
“Te voy a contar la historia chiquillo, de la ¡Calabaza Macabra!” había anunciado el vejestorio. Casimiro se había intrigado ante la presentación de la historia, el título que asomaba. Y estaba ansioso porque se la develara. El viejo entonces empezó su narrar, y nada lo interrumpió, ni siquiera el cantar de los pájaros nocturnos o los cuervos. Nada podía distraer a Casimiro, escuchaba, abstraído, tan concentrado, como si su mirada sólo existiera para contemplar a aquel costal de arrugas y carne vieja, con experiencia de una vida vivida.
Luego, cuando el viejo le aclaraba los últimos detalles, Casimiro iba respondiendo todo el rato: “Ajá, ajá…” y asentía. Los detalles que el viejo ponía sobre la mesa eran que tuviera precaución. Nada de descuidos. Le advertía sobre la calabaza.
“Se puede encontrar aún en estos días, en el cementerio. ¡Pero no te atrevas a ir allí chiquillo! Te he advertido. No hagas algo de lo que te puedas arrepentir. Mejor piensa que mis historias son fantasías, y sólo limítate a soñar por las noches”, decía. Pero Casimiro desde ya estaba decidido a indagar. La curiosidad era más poderosa, aunque hubiera matado al gato, le importaba un comino. Era decidido. Los detalles de la historia eran los siguientes, la atemorizante calabaza, la historia había ido más o menos así:
Lo principal, que se le había quedado en la mente a Casimiro sobre lo que el viejo le había relatado, era sobre una calabaza. Que solía estar en el cementerio. “A veces sólo aparece a medianoche. Otras veces, está toda la noche allí, disponible, para quien la quiera sacar”. ¿Y de qué iba aquella calabaza, se preguntaba Casimiro? ¿Cómo era que funcionaba, qué era lo que tenía de especial, lo que hacía? “Pues, no hay límites con aquella calabaza. Dicen que el diablo una vez, en un aquelarre en las cercanías de este poblado, se escapó, dando ligeros saltos con sus patas de siniestro macho cabrío. Como tenía ganas de realizar alguna travesura, para hacer más desgraciada la vida de los humanos ante sus propios vicios, fue hasta el cementerio. Allí, trajo desde sus dominios una calabaza. No era una calabaza normal, era una peculiar, como aquellas con rostros malvados, como en Halloween. Pero esta, siempre resplandecía, aunque no tuviera una vela dentro. Y bien pues, depositó la calabaza sobre una tumba. Y desde allí, que quedó por el cementerio, y puede ser encontrada a veces. Cuentan las leyendas, las historias y los rumores, que cualquiera puede hacerse con aquella calabaza. Sin embargo, lo complicado será mantenerla. La peculiaridad de aquella calabaza… (En este punto el anciano volvió a carraspear), es que puede cumplir cualquier deseo material. Hasta carnal. Puede traer pasiones, dinero; todo lo que esté al alcance del hombre. Te traerá riquezas, y te cumplirá todos los placeres que deseas. Sin embargo, para mantenerla, en un lapso de dos semanas, debes asesinar por lo menos a cinco personas…
Y echar sus restos, dentro de la calabaza”. Cuando el anciano había terminado de decir esto, su rostro se volvió bastante siniestro. Tanto, hasta un punto casi de atemorizar a Casimiro. Pero no se vio afectado más allá de eso. No llegaría a atemorizarse, porque sabía que era un muchacho valiente.
Entonces aquella noche, que deambulaba por el pueblo solitario, Casimiro se encontró con sus amigos, que lo invitaron a hacer travesuras. Pero se negó enseguida, porque tenía otra cosa en mente por hacer. Entonces, llegó hasta el cementerio. Y luego de adentrarse bastante, y buscar por lo menos unas dos horas (porque así era tal de obstinado, que aunque ya perdía las esperanzas quería encontrar la maldita calabaza), observó un resplandor a lo lejos. Y se abrió paso por los senderos, y entonces sobre una tumba de fría piedra, observó que el resplandor era la fulgurante calabaza. Llegó hasta ella, y la tomó sin cuidado, sin miedos, y la sostuvo sobre sus brazos. Parecía como si una vela estuviera dentro, pero realmente dentro no había nada. Como si por un efecto del diablo, la calabaza misma tuviera su propia iluminación.
-Ahora te voy a llevar a casa, y a ver si me cumples un deseo –determinó Casimiro, muy convencido. Y partió, a salir del cementerio llevando la calabaza entre sus brazos.
Pasaron días y días. Casimiro deseó cuanto pudo desear. La calabaza la brindaba todo. Primero, deseó dinero, para comprar todos los juguetes de la tienda del pueblo. Con el transcurso de los días, todos los chicos en el pueblo le miraban con envidia, por tener él la primicia, la pelota de plástico, la bicicleta, entre otras cosas y juguetes.
Después, a pesar de su corta edad, quiso satisfacer su curiosidad hacia el asunto, y llenar sus deseos de deleite corporal, de contacto sensual. Deseó que la calabaza le consiguiera una compañera, especialmente, la hija del que atendía el bar en el pueblo, donde siempre estaba lleno de borrachos. Era una chica hermosa, de corta edad, pero que llamaba bastante la atención, por sus desarrollados atributos, como mujer adulta. A todos los chicos en el pueblo les estallaba la curiosidad, las ansias, y los deseos por ella, al verla aparecer y pasar.
Entonces Casimiro la deseó, y al cabo de un día, ella apareció ante su puerta. La conversa fue fluida, y fueron directos hasta el asunto. Casimiro la llevó hasta la cama de su madre, y allí, satisfizo todos sus deseos. La recorrió entera, e hizo todas las cosas de adultos que tenía en mente. Realmente, llenó todos sus deseos. Y luego se sintió lleno, por haber hecho tantas cosas pervertidas, y sintió que todas sus ansias habían pasado. La chica después simplemente, se había devuelto al bar, y Casimiro ya estaba complacido.
Ya nada le faltaba. Casimiro tenía dinero para todos sus gastos, y siempre lo escondía, para que no sospecharan. Y cuando sentía deseos corporales, ansias desesperadas, simplemente convocaba una chica mediante la calabaza, alguna chica agradable, sensual, que lo dejara totalmente satisfecho. Sin embargo, llegaron los días en que la calabaza pedía su cuota. Era algo de esperarse.
Fue una vez, en que Casimiro tuvo que ir hasta el cementerio para escucharla. Allí, la depositó sobre la tumba en que la había encontrado. Hacía frío, y la noche estaba muy oscura. Era más de la medianoche. La calabaza se había encendido, y le había dicho, que debía hacerle dos sacrificios, dentro de las dos semanas como plazo. Casimiro quiso protestar. ¿De dónde iba a sacar personas muertas?, se preguntaba. Pero la calabaza le había dicho que debía matarlas él mismo, entonces el asunto se puso más serio. Volvió a cargarla sobre sus brazos, y salió del cementerio. Aunque pensó que realmente le hubiera gustado, dejarla abandonada allí. Pero no lo hizo, porque aún estaba atado a los deseos.
Casimiro totalmente disgustado, tuvo que buscar una forma de cumplir. Y cuando pasaba por los oscuros terrenos del campo, cerca de la carretera, se encontró a un borracho que había muerto, que lo habían atropellado. Dificultosamente, arrastró el cuerpo hasta la oscuridad, para asegurarse de que verdaderamente estuviera muerto. Y cuando comprobó que así era, lo llevó lejos de la carretera, y lo cargó hasta su hogar. El cadáver estaba putrefacto. Manchado en sangre, lo depositó sobre su mesa, y con un cuchillo, lo comenzó a cortar y a hacer picadillos. Y aquellos picadillos, los echaba dentro de la calabaza. La calabaza sólo lo observaba, y callaba, destellando. Pero un día después, por la noche, la calabaza le había mencionado, que aquel cadáver no le iba a servir. “Porque debías sacrificarlo tú mismo”, le dijo. El diablo había instruido muy bien a la calabaza, macabramente. Casimiro se agobió, y pensó en no seguir. O por lo menos, tendría que encontrar una forma desesperada de llevar todo aquello a cabo. El colmo de los males fue, cuando terminada una semana, la calabaza le dijo:
“Es además necesario, que entre los dos sacrificios que debes hacer, esté el mismo cuerpo de tu madre. Ve y acércate a ella una noche, toma un cuchillo de cocina, y cuando estés frente a ella, córtale la garganta”. Casimiro se horrorizó. Jamás metería a su madre en el asunto. Sólo entonces, renunció a la calabaza, profiriéndole palabras que la mandaban al mismo infierno. Como la calabaza continuaba allí, y no perdía poder, él la tomó entre sus brazos, y se dispuso a devolverla al cementerio. Era una noche en que estaba solo. Entonces, antes de salir de su casa, un humo negro y entre púrpura pareció estallar, y como ilusoriamente, a surgir tras él. Volteó entonces, y espantado, contempló a un macho cabrío, erguido en sus dos patas. Era el diablo. Las leyendas del campo eran ciertas. Horrorizado, le gritó sobre qué era lo que quería.
-No has cumplido mis sacrificios –le respondió el diablo burlón-. Ahora es mi deber perseguirte, para llevarte conmigo a mis dominios.
-¡Olvídalo! –gritó Casimiro, y se echó a correr. Escapó de todo el poblado, y se internó en las oscuras densidades del campo, entre frondosos árboles y malezas que hacían dificultoso el paso. El diablo entonces enseguida, como poseído por fuerzas extrañas que le hacían honor, partió furibundo, corriendo en sus dos patas, con una rapidez aterradora. Frenéticamente, se dirigió tras Casimiro, como un rayo oscuro. El chico sabía que el diablo pronto lo podría alcanzar, por lo que más que desesperarse en correr, buscaba alguna forma de librarse, o salirse del camino.
Como iba tan concentrado en arrancar, se le olvidó que llevaba aún la calabaza en los brazos. Y el diablo lo persiguió toda la noche, arañándolo con sus garras, y haciéndole profundas heridas. Casimiro había arrojado la calabaza, y continuaba corriendo, ya con su pecho que le dolía por tanto cansancio, y con un pequeño corte en el cuello, y los brazos ya bastante torturados. El diablo en un instante lo atrapó, y comenzó a agobiarlo, enterrándole las garras. Pero Casimiro fue astuto, y vio una liga que salía de los ramajes de un largo árbol, y con él, enredó al diablo, que lo tenía sostenido por el cuello. El diablo intentó soltarse, y Casimiro se vio libre, y se echó a correr con toda velocidad. Pero como veía que ya no iba a aguantar más, entonces se dio cuenta, que la única forma de librarse que se le ocurría por el momento, era devolviendo la calabaza de donde había salido, eso es, el cementerio.
Entonces buscó desesperadamente la calabaza, y cuando la encontró tirada por la hierba, se devolvió al cementerio, en tanto que el diablo aún lo perseguía. Llegó hasta la tumba donde había encontrado la siniestra cumplidora de deseos, y la dejó allí. El diablo entonces llegó tras él, listo para matarlo pues al fin lo había alcanzado, pero cuando vio la calabaza de vuelta en su lugar, se enfureció, porque nada más podía hacer. De hecho, sólo podía estar libre si algún humano había caído en el error y el atrevimiento, de levantar la calabaza.
Mientras comenzaba a surgir el humo negro y púrpura, también hasta rojizo como las llamas que lo envolvía y lo hacía deshacerse de su forma corporal, para volver a sus infiernos, pronunciaba palabras ante Casimiro que eran muchas amenazas por venir. Le hacía saber, que no tendría un destino para nada afortunado, luego del compromiso en el que había caído, después de tomar la calabaza.
-¡Serás un adulto, y entonces yo volveré a buscarte! Puede ser que ahora hayas tenido una vida de plenitud, pero ¡morirás joven! ¡Y lo prometo! –maldijo el diablo, y Casimiro se sintió horrorizado. Atemorizado, de sólo pensar, que de allí en adelante, sabría que sus años estarían contados, y que moriría siendo un adulto joven.
Cuando todo hubo terminado, se retiró del cementerio. Pero a su hogar no llegó. Como ya estaba maldito por el diablo, era muy fácil que hubiera desaparecido. Se rumoreó días después, que se había perdido en los alrededores del campo, en los terrenos llanos y abandonados. Que unos criminales lo habían raptado, y lo habían matado. Aunque Casimiro a decir verdad, estaba de lo más bien. Sólo que no había querido volver a su hogar, había preferido, vagabundear eternamente. Porque estaba aterrorizado de por vida, de saber que tenía un encuentro destinado con el diablo.
En el hogar de don Renato, el viejo balanceándose en su silla mecedora, se mantenía con esperanzas quebradas, y con una mirada de desconfianza. Sabía que Casimiro había desaparecido, y podía saber su paradero, o podía también saber la suerte que había tenido. Sí, en su interior, se arrepentía. Porque sentía que era una aberración lo que había hecho. Sabía que tras contarle la historia, la curiosidad del niño no se vería satisfecha, hasta que hubiera ido a buscar la calabaza. Y lo más seguro, era que lo había hecho. Y por eso ahora, el anciano se sentía culpable. Pero ya no había nada por hacer. Sólo debía ya convivir con el remordimiento. Por muchos días, se mantuvo esperando a que Casimiro volviera a llegar a visitarlo, para escuchar una de sus muchas historias nuevamente. Pero nunca llegó. Y sólo entonces el viejo, se preparaba a morir, sabiendo que aquella visita que le solía llegar, como en tiempos anteriores, ahora nunca habría de suceder otra vez. Y tuvo que vivir también con la resignación el anciano, de guardarse sus historias sólo para su interior.
 El diablo se reía macabramente. En un par de años más, volvería a buscar a Casimiro, para saldar lo que había hecho. Y la calabaza macabra, en tanto, quedaría allí en el cementerio esperando, a que otro humano intrépido o curioso, se atreviera a sacarla nuevamente de allí, y todo volvería a suceder.

DarkDose


Bendita Blasfemia (Terror/Relato)


Sin pulimentos, la llevaron, sin miramientos, sin cuidado alguno. La tristeza caía en la forma de sus lágrimas, en su mirada devastada. El gendarme le aferraba el brazo firmemente. No iba a haber vuelta atrás. Nada podía hacer, para oponer resistencia ante aquella fuerza, y sólo debía resignarse desconsoladoramente, a dejarse arrastrar. Dentro del blanco y puro edificio. Ya no se podía escapar del destino, de un nefasto destino. Sin remordimientos.
Momentos atrás, por la mañana, Emanuela había estado sumergiéndose en las suaves aguas de un jacuzzi, en su apartamento, las calles de la ciudad donde vivía, en los alrededores de Roma, Italia, el pintoresco país, la pintoresca ciudad, de vivos colores, costumbres y ánimos, y cantarinas voces. Todo se suponía que era alegría.
Emanuela Orlandi, era una chica bastante normal, de quince años, que habitaba en aquellos lugares aledaños a la ciudad, pegados, que procedía de una familia bien acomodada económicamente. Una chica de buenas costumbres, personalidad amena y simple. Era una chica bondadosa. Lo que restaba de la mañana, se relajaba, bañándose en la profunda tina, mientras pasaba el tiempo, en que debía estar preparada, y salir, antes del mediodía.
-¡Qué plácida sensación es estar aquí! –decía, complacida, sintiéndose acariciar por las aguas a temperatura.
Terminó de darse el baño, y se levantó, para recorrer los interiores de su hogar. Se vistió, y estuvo preparada. Antes de salir también echó a un bolso, una flauta traversa que ocupaba en sus clases. Entonces, vestida casi enteramente de blanco, salió contenta de su hogar a empezar un nuevo día, con sus cabellos de un tono algo rubios, y entre castaños, a recibir la luz del sol, y a disfrutar de toda aquella libertad de vida.
Se dirigiría a clases de música, en el prestigioso conservatorio de Roma. Recuerda que había estado pidiendo todo el año pasado entero, a sus padres que la inscribieran allí. Recién había bastado la llegada de este año, para que ellos aceptaran y se decidieran. Todo era muy formal, impecable, y estaba feliz de haber sido admitida. Todo estaba hecho con mucho agrado. Debido a sus habilidades musicales con su instrumento, no habían esperado demasiado ni puesto condiciones para dejarla entrar. Ahora era una alumna más. Y cada vez que iba al lugar, tenía que mostrar unas identificaciones especiales que les entregaban, que los reconocían como músicos y alumnos.
Todo iba perfecto, hasta que Emanuela estuvo tan cerca del conservatorio, que ya podía verlo ante su vista, al final de unas dos calles, y entonces, tan apegada a una muralla que iba, que sintió una fuerte presión en el brazo. Entonces ladeó la mirada rápidamente, asustada. Había aparecido al lado de ella, un inmenso gendarme, de uniforme azul oscuro, bastante ancho de cuerpo y con brazos que apretaban con violencia. Emanuela se quejó enseguida. Le expresó que la dejara libre. Pero el gendarme cruzó con ella algunas palabras en italiano, y le dejó en claro que no la iba a soltar. Y que ahora tendría que acompañarlo.
-Cierra la boca y ven conmigo donde te llevaré. No digas nada, o ya ves esto –y señaló una pistola sobre su cinturón-. Y con esto te volaré los sesos, si dices palabra.
Emanuela bastante atemorizada, calló. Pero aunque hubiese querido gritar por ayuda, tampoco podía hacerlo porque el guardia llevaba su gruesa mano sobre su boca, y se la cubría. Emanuela no podía expresar ningún clamar desesperado de ayuda.
Tiempo después, la subieron a un vehículo. Anduvieron varias horas en el automóvil, seguramente dando vueltas. Emanuela desconocía si iba en la parte trasera del automóvil, o si iba sobre los asientos, agitándose por las repentinas frenadas o las aceleraciones bruscas por las calles. Quizá hasta iba sobre los asientos, pero sentía como si tuviera una inmensa bolsa de plástico negra cubriéndola entera. Porque no veía nada. Sentía como si le hubieran vendado los ojos. En cambio, sentía el respirar del gendarme a un lado de ella todavía, y que parecía ir cercano al asiento de un conductor. Hasta sentía, que había otra persona, de hecho, el conductor. Y que los llevaba por un rumbo definido. Y que ella no podía hacer nada para detenerlo, que hasta ahora se daba cuenta que la habían secuestrado.
El automóvil se detuvo. Emanuela puso pie en tierra. Le sacaron la bolsa negra, el vendaje, o cualquier cosa que la estuviese cubriendo, pero ya pudo ver. Y ante ella, contempló nada menos que un inmenso edificio blanco. Reconoció la ciudad del Vaticano, porque había estado allí antes. Su padre, trabajaba como empleado en el Vaticano. Lo buscó desesperadamente con la mirada, pero él no iba a estar allí.
El gendarme volvió a tomarle el brazo firmemente, brusco. Sabían que ella no se les iría a escapar, porque estaban confiados. Sólo había bastado un guardia para secuestrarla. Entonces, la hicieron caminar. Emanuela quiso dar gritos de ayuda, pero no había nadie para ayudarla. Veía a personas del Vaticano, en sotanas blancas. Todos la observaban, con curiosidad, hasta con malicia. Todos eran rostros extraños, ninguno prestaba ayuda. Todo escondían malas intenciones bajo sus miradas; viejos, pervertidos, corrompidos, escondiéndose bajo fachadas de limpios, santos y puros.
A Emanuela Orlandi, la joven de quince años, le entró un profundo sueño, seguramente porque le habían dado algo extraño, o el agresivo gendarme le había impuesto un paño con una sustancia adormecedora cubriéndole la boca. Y se durmió, y no volvió a saber más, hasta que despertó tiempo después, dentro de las dependencias del Vaticano. Blancos muros, entre tanta blancura y pureza, que llegaba a angustiar, que llegaba a generar ahogo y desesperación.
Despertó luego. Tenía un grillete firmemente asegurado a su cuello, y una cadena que provenía de él, y se perdía, en las manos de alguien, o aseguradas a algún pilar de hierro. Estaba en un cuarto blanco total, algo de reducido espacio, con cerámicas blancas cubriéndolo todo. Sobrecogida, consternada, comprobó, que su lengua estaba fuera de su boca, y lamía una fina columna de metal, dejándole el sabor a hierro en la boca, y un disgusto. Más horrorizada aún, se dio cuenta que estaba desnuda. Contempló su cuerpo joven, desnudo, indefensa, y estaba con rodillas y manos apoyadas en el suelo. Su tierna piel estaba al descubierto, y los grilletes de las cadenas le apretaban dolorosamente. Sudó de miedo, y entonces levantó la mirada para contemplar lo que sucedía. Frente a ella se acercaban algunas figuras.
-Qué buen trabajo, han reclutado a estas jóvenes mujeres de bellos cuerpos. Podemos ya dar inicio a las fiestas, los preparativos ya están –anunció una santidad, un anciano vestido con sotana, y allí estaban los demás encargados del Vaticano. Todos que tenían diversos cargos, más altos, más bajos. Distintas superioridades. Una parte seleccionada de los que hacían sus labores allí. Emanuela temblaba, en impotencia, sobrecogida por el temor.
A las afueras del Vaticano, había unos sospechosos vehículos negros. Ante las puertas de los automóviles, había sujetos vestidos de negro, con metralletas automáticas sobre sus manos, totalmente ilegales y peligrosas. Era la mafia italiana, y estaba toda estacionada frente al Vaticano. Lo más sorprendente, era, que como en un tétrico acuerdo, los sacerdotes y residentes del edificio santo se paseaban por afuera, con sus sotanas, con toda naturalidad. Con rostros sonrientes, saludaban, seguían sus caminos, y tenían una relación casi familiar con la mafia. Se llevaban a cabo acuerdos siniestros, para las esperadas y habituales celebraciones que ocurrían en la santa sede.
Mientras los momentos para Emanuela estaban contados, en los alrededores de la ciudad del Vaticano, transitaba por aquel día con espontaneidad, fuera de sus ocupaciones, el sumo sacerdote, jefe del cuerpo de exorcistas de la institución. El exorcismo, era una labor que se cuenta fue integrada, desde tiempos inmemorables. Desde tiempos, en que el mismo Vaticano fue fundado, hacía bastante tiempo atrás. El padre que transitaba, Gabriel Amorth, tenía ochenta y cinco años, tantos años como un viejo árbol. Y paseaba, con sus piernas cansadas. Había aprovechado de salir, porque pronto tenía pensado retirarse de la institución. Ya a su avanzada edad, sabía que la vida ya no le daría para mucho, que si apenas le quedarían algunos años, y que ya estaba pronto a irse a los altos cielos. Entonces aprovechaba salir, y recorrer los lugares más escondidos de su pintoresca ciudad, los más peculiares, por los que nunca había pasado, para aprovechar de respirar, recibir la luz del sol, y disfrutar de tranquilos días.
El padre se había detenido a almorzar en un restaurante que conocía. Lo elegía siempre, porque allí lo atendían especialmente. Como era reconocido, no le gustaba llamar la atención popular, y en el restaurant, le destinaban una mesa sola para él, y lo atendían en horas en que el local estaba supuestamente cerrado. Se cerraban las cortinas, y el reverendo se disponía a comer. Había ordenado sopa. Bebía, con sus desgastados labios, y abría un periódico. Le disgustaba enterarse, que nuevamente había noticias sobre su santa institución, el Vaticano. Noticias, sobre presuntos abusos del tipo sexual. “Falacias, puras falacias, mentiras”, pronunciaba él con desprecio. Conocía bastante bien la institución en la que había estado desde hace muchos años, desde los treinta, cuando asistía a ayudar, cuando estaba ante la atención de los superiores. Nunca había visto nada extraño, nada digno de acusar. Y sus arrugas, y su experiencia, no eran algo con lo que iba a mentir. Sus ojos nunca lo habían engañado.
Volvía a doblar el periódico enfadado, y se regresaba, dispuesto ya a retornar a sus labores. Cuando se preparaba a salir del local, el empleado que lo había atendido, un profundo amigo suyo, mientras limpiaba una copa con un paño, y observaba el periódico dejado sobre la mesa, le decía:
-¿No creerá usted padre, que aquellas noticias son reales, verdad? ¿Por qué la prensa inventará esto?
El padre se volvió. Con una severa mirada, y fastidiado, le respondió, con su desgastada voz, dejando muy en claro:
-Porque son unos aburridos. Siempre han querido manchar nuestra santa institución.
Y se retiró, llevando su sotana con autoridad. Su vieja figura atravesó la puerta de salida, y desapareció. Más tarde, el sol recibió su rugosa y pálida piel. Era tiempo ya de regresar a la institución. Tendría una seria charla con algunos de sus respetables hermanos, compañeros, convivientes. Había que refutar aquellos dichos atrevidos de la prensa, o por lo menos, reprender severamente a los periodistas.
Era más del mediodía, cuando en el tranquilo apartamento donde vivía Emanuela, sus padres llegaban de los trabajos, y apenas se habían percatado de la ausencia de su hija. Estaban por preparar el almuerzo, acostumbraban a comer todos en familia. Entonces, notando la evidente ausencia, el padre preguntó, al tiempo en que la madre lo miraba:
-¿Dónde estará Emanuela? Suele llegar a estas horas del conservatorio…
-Quizás ha quedado de juntarse con algunos amigos –respondió la madre, con naturalidad. Pero luego desconfió, ante lo que el padre le respondió:
-Sí pero ya sabes, que Emanuela no es de tener muchos amigos… Me preocupa.
Sin embargo, era muy temprano para preocuparse. Aunque a medida que fue transcurriendo el día, y la luz del sol se iba retirando, sus padres ya estaban verdaderamente angustiados, y desesperados. No se había ido el día aún, cuando varias horas después, con ayuda de las autoridades y muchas familias sintiéndose identificadas, la ciudad del Vaticano ya estaba repleta y llena de afiches de la niña desaparecida. Todos prestaban su ayuda, todos se conmovían. Sus padres iban de un lugar a otro, derramando lágrimas, implorando por ayuda. Su padre, un hombre joven de baja estatura y cabellos negros, y su madre, una mujer alta y blanca, de cabellos castaños como su descendiente. Ambos muy italianos. Y era lastimoso, verlos, tan desesperados buscando a su desprotegida hija. Los afiches decían:
“Emanuela Orlandi. Desaparecida. Si la encuentran o tienen algún rastro de ella, por favor contactarnos…”. Aparecía que los datos de la familia, y datos adicionales de la desaparecida se entregaban en los números que habían dispuesto allí. En las palabras de sus padres, se notaba la desesperación. Mencionaban que iba camino al conservatorio de música, cuando había desaparecido, y que la recompensa que también ofrecían, era abundante. En el afiche aparecía una foto de blanco y negro, de un instante de Emanuela en el observatorio, mirando dispuestamente a la foto, esbozando una ligera sonrisa, hasta tímida. La foto había sido hecha hace un mes, bastante reciente. Había otras fotos de ella también tocando la flauta traversa. Los afiches estaban por todos lugares. Algunos, tenían otras informaciones, diversas, pero todos apuntaban a lo mismo: la desaparecida. Los padres estuvieron recorriendo la ciudad, en la busca de ayuda e informaciones, hasta que después agotados, volvieron a su hogar. Y comenzaban a contestar con desesperación, las reiteradas llamadas. Algunas daban incluso, para informaciones falsas sobre el paradero de su hija. Esto por supuesto, los agobiaba más.
Mientras transcurría el día, recibieron dos llamadas en particular, de dos hombres en particular. Uno era bastante joven, y alegaba haberse encontrado con Emanuela ese mismo día. Decía tener sus pertenencias. El otro, un hombre más mayor, sólo había hecho amenazas a la entristecida y desprotegida familia. Aunque se habían discutido encuentros, al final no se habían visto resultados, y los hombres luego habían desaparecido, para con el tiempo, no volver a llamar. Sus turbados padres, continuaron desalentados.
En el Vaticano, el padre Gabriel Amorth recorría los pasillos. Como en su entrada, vio que todos lo observaban con miradas sospechosas, y hasta inquietas, le había generado desconfianza. Por el pasillo, se topó con otro sacerdote, uno menor, canoso. Y con su siempre estricta actitud, le preguntó:
-¿Qué sucede hermano, que he visto a todos tan nerviosos?
-Son los asuntos del Vaticano, padre –le respondió con rastros imperceptibles de nerviosidad que disimulaba muy naturalmente-. Bueno, habrá una salida hoy y reuniones en otra iglesia. Debería ir usted padre, para que aprovechara de salir un rato –le dijo, pensando que sería bastante oportuno que el padre desapareciera de la institución un rato, para que quedara escondido lo que ya estaba sucediendo, y lo que habría de suceder.
-No –respondió el padre cortantemente-. Ya he salido.
“Pues bien padre, nos veremos” respondió el sacerdote aún disimulando, se excusó, y se retiró. Luego en los pasillos interiores, había dos sacerdotes que murmuraban secretamente. Uno de ellos le decía: “¿Ya han raptado a las jóvenes chicas, verdad? ¿Darán ya inicio a las fiestas sexuales?”. “Sí”, le respondía el otro. “Ya hemos hecho esto muchas veces atrás ya, no hay de qué preocuparse. Todo saldrá con normalidad como siempre". Entonces, ambos se estrechaban las manos, se despedían, y continuaban sus rumbos. Todo lo que se estaba planeando pasaba perfectamente disimulado, hasta que llegó el padre Gabriel Amorth a los pisos inferiores, y pasó cerca de las capillas de oración. Le extrañó ver a tantos sacerdotes transitar por allí, fuera de sus labores. Ya estaba sintiendo la desconfianza. Entonces, el padre mientras caminaba iba meditando. Y pensaba, que él también había estado muy alejado de sus labores.
-Dios pensará que lo he dejado algo de lado… -se dijo pensativo. Hacía una temperatura agradable. La había querido aprovechar hoy, y había salido. Pero aun así, el anciano era tan comprometido a sus labores, que sentía que debía limpiar sus culpas. Entonces, caminó por los pasillos, y llegó a un lugar destinado sólo a las altas superioridades del Vaticano. Un lugar, en el que sólo él y unos pocos, tenían permiso a entrar. Ese era un lugar santo, en los pisos inferiores. Allí, los superiores se confesaban. Entró, y observó una gran réplica de Cristo crucificado, en mármol. El lugar estaba muy solitario como siempre. Estaba decorado con lujosas alfombras marrones, y columnas de oro en las esquinas de los muros, y en general, había mucha comodidad. Entonces, se arrodilló frente a Cristo, y se confesó, pidiendo que le fueran perdonadas sus salidas cotidianas fuera de la institución. Después de esto, se dirigió a unas escaleras en una esquina, y descendió. Sin esperar nada, pero todavía teniendo algo de desconfianza.
Emanuela estaba agotada. Continuaba en aquella habitación blanca, como una especie de subterráneo en cerámica, y ya la habían violado varias veces. A cierta distancia de ella, en otros lugares de la inmensa habitación, estaban siendo abusadas otras chicas. Ella seguía encadenada, y había un cura muy insistente, que la violaba una y otra vez, sin jamás retirarse. Incluso cada cierto tiempo, llegaban hasta tres y abusaban de ella al mismo tiempo. Emiliana ya estaba desfalleciendo. En su interior, ya había gritado varias veces de desesperación. Nunca había anhelado tanto la muerte, estaba viviendo el tormento más grande de su vida. Las figuras depravadas, se montaban sobre ella, y sentía el peso de ellas sobre su lomo. Estaba angustiada, y las lágrimas se le derramaban continuamente. Había unos veinte sacerdotes en la habitación. Entonces, entraron unos hombres vestidos de negro, que eran la mafia. Uno de cabellos rizados y anteojos, los lideraba. Entraron, con las metralletas en mano todavía, y sólo había faltado su llegada, para llevar a cabo las fiestas sexuales como era acordado. Entonces, contemplaron a las chicas raptadas, como quien evalúa el producto, y comenzaron a desvestirse, y muchos a abusar de ellas, junto a los curas. Emiliana ya no resistía más. Estaba muriendo, su cuerpo ya no podía aguantar más violación.
Hasta que llegó el momento, en que el padre Gabriel Amorth estuvo frente a las puertas de aquella habitación donde todo sucedía, habiendo llegado casi casualmente, porque estaba al final del pasillo, del último piso inferior de la santa institución. Allí llegó, y le extrañó ver a dos sacerdotes en la puerta, como guardias. Ellos estaban encargados de vigilar. Pero como les ordenaban sus labores, no podían hacer nada ante el padre, y sólo intentaron como pudieron, alejarlo de allí, mantenerlo a la distancia, y convencerlo de que nada importante había dentro. Pero era una tarea bastante difícil convencer al padre. Dentro de ellos, ya se sentían hasta resignados, y sólo querían correr por sus vidas y escaparse. Sabían que ya era un caso perdido alejar al padre, impedir que se entrometiera.
Pero el padre Gabriel Amorth les preguntó qué estaban guardando en forma tan sospechosa tras aquellas puertas. Los sacerdotes sudaban, nerviosos. Y aunque el padre ya se había decidido entrar, y sabía que no tenía caso que aquellos siguieran custodiando, ellos se negaban a retirarse, como oponiéndose a un desafortunado destino. Pero entonces el padre los amenazó, y les ordenó que se quitaran enseguida.
-Padre, usted no tiene nada importante que ver allí –tartamudeó uno de los sacerdotes, pero el padre lo quitó del camino. Abrió las puertas entonces, y se sorprendió, al encontrar la inmensa habitación santa, desamueblada, cubierta enteramente en cerámica blanca, que se decía era el lugar donde por años, las superioridades más altas del Vaticano habían tenido revelaciones y visiones divinas, y que hasta esa era la misma habitación que el Papa ocupaba en ocasiones. Pero se sorprendió tanto, que pensó que moriría en el instante, de un infarto, al ver la desenfrenada orgía frente a su mirada, y al ver a todos aquellos sacerdotes, abusando y matando a las jóvenes. El padre Gabriel Amorth se quiso desmayar. Pero entonces, intervino rápidamente, y horrorizado, dio un grito para que todo se detuviera. Pero el que llevaba el liderazgo en la mafia, cruzó rápidamente la inmensa habitación, levantó la metralleta y le puso el cañón contra la garganta, y lo amenazó.
-Sería una lástima que en los periódicos saliera mañana, sobre la muerte de un padre en el Vaticano, ¿no? Tenemos el poder para hacerlo. Pero usted debe guardar silencio de por vida, o hasta que se retire de la institución sobre esto, o le atravesaré unas cuantas balas en la garganta.
El padre tragó saliva, y sudando, asintió. Entonces, lo echaron de la habitación, y se quedó puertas afueras, aún atemorizado y temblando, espantado, marcado por lo que había visto. Los dos sacerdotes que habían estado ante las puertas ya se habían retirado, por temor a ser descubiertos. El padre subió, y pretendió continuar con sus labores. Ya estaba amenazado de muerte, pero iba a implorar a Dios aquella noche, y todos los días, que le librara la mente de lo horroroso que había visto, de la maleza del ser humano, y que le diera las fuerzas, para continuar adelante, y alguna vez llegar a delatar.
Emanuela Orlandi estaba muriendo mientras era abusada, por lo que terminado el desenfreno, el sacerdote que la había abusado constantemente, se la entregó a uno de los mafiosos. Que para no dejar evidencia, procedió a hacerla desaparecer. Todas las chicas raptadas, luego de la peor tortura de sus vidas, luego de que fueran abusadas, eran muertas, para no dejar evidencias, sin respeto alguno hacia la vida humana. Emanuela no fue la excepción, y el mafioso la llevó hasta una habitación solitaria y reducida, le rompió y arrancó la mandíbula, y de un escopetazo en el pecho la mató. Su cadáver desnudo quedó deformado y sin vida.
El padre Gabriel Amorth años después, se había retirado de la institución. Y en su primer día de retiro, había citado a toda la prensa, para hacer las declaraciones. Luego, esperó su muerte, pero ésta no llegó, contrariando a cómo habían anunciado las amenazas. Después de todo, el compromiso de callar era hasta que se retirara de la institución. En aquellos días, hasta allí, continuaban buscando a la desaparecida Emanuela Orlandi a lo largo de toda Roma, todavía con esperanzas de encontrarla. Pero el padre ya había dicho lo que le había sucedido, y había dicho que era mejor también, dejar de buscarla, porque ella seguramente ya había sido asesinada. Todo esto había transcurrido en un lapso de años. Pero la vida de Emanuela Orlandi, una chica simple, carismática, algo callada y hasta retraída a veces, con una gentileza natural, no había valido nada, si ella hubiera sabido que habría de terminar sus días de la forma más horrible, en la santa sede, reunión de santidades, el Vaticano.
Aunque con los días, habían surgido más rumores ante el caso. Una mujer anónima había declarado, que Emiliana había sido enterrada junto al líder mafioso, que había muerto recientemente. La policía llegó a inspeccionar el féretro, lo abrieron, y encontraron un esqueleto, y las partes de otro, que parecía de una edad más joven. Esto les extrañó, pero hasta los días más actuales, nunca habían podido resolver nada. Nunca se había aclarado con totalidad, ante los ciudadanos, la desaparición de la chica, Emanuela Orlandi. Pero el padre Gabriel Amorth estaba seguro de conocer la verdad, y lo que había visto él mismo, le hacía dudar, le hacía pensar cómo era posible, que hubiera tanta maldad en el mundo al que Dios los había enviado.
Inspirado en el caso de Emanuela Orlandi.

DarkDose


Luz del día (Poesía)


Un nuevo día como hoy desperté
Sosegado, mis ánimos junté
No tuve más opción, que estabilizarlos
Para disfrutar de la vida, con pleno agrado

Tardes enteras, me mantuve
Semanas aguardando, también tuve
Por la tan codiciada, y agrada inspiración
Que con mi cordura destrozada pensé, jamás llegó

Pero una parte y un trozo de mi ser
Siempre tuvieron en mi mente en cuenta
Que este es un proceso eterno, se da siempre
Y la tierna inspiración, nunca abandonaría a la ilusión

Porque ambas son compañeras, conviven unidas
Y si en mi ser hubo abandono, la soledad se esfumó
Hoy brillan mis ojos, y reboso esta inspiración
Después de días donde me cubrí en agonía y temor

Entre la desesperanza, también mi inseguridad
Hoy mi ser me dicta estas palabras, y las oigo con dulzor
Me siento rápido, y apresurado a liberar esta plenitud
Amenidad y prosperidad ante mi atención

Porque prosperidad abunda en mis días, si hay inspiración
El motivo de la vida, para ver la vida con regocijo
Miles de momentos por gozar, que han de deslumbrar
Luz del día aparece una nueva tarde, es tiempo de gozar
Cada respiro de día, cada rayo del sol por vivir
Cada mañana por despertarme, y comenzar a reír

Cada vez por emprender, un nuevo día de vida
Y esperanzas en mi interior, que se encuentran llenas
Aunque sólo sea momentáneo, efímero
Incluso creo que vale la pena todo el dolor soportar
Porque aquel sí es pasajero, aunque atormentador
Pero todo el esfuerzo, por estos detalles, con este entusiasmo habitar

Sorprendido en el viaje, enamorado, ante este nuevo día de vida
Apegado a la vida, satisfecho en el interior, en esta nueva luz del día

DarkDose