Las noches en el campo, eran muy aterradoras. Y con más
razón, más aún, cuando circulaban por allí, entre los oídos y los hogares,
siniestras historias de terror, sobre cosas que sucedían, y sobrecogían. Sobre
horrores, que podían esconderse en el campo, tras la hierba, tras los árboles,
dentro de la oscuridad. Terrores, que entraban por la noche, a las vulnerables
casas, que atacaban en el sueño, que despertaban hasta al menor de los
infantes, y lo remecían en espanto.
Era sabido, o se creía por lo menos, que quien se encargaba
de hacer circular estas historias inicialmente, era alguien perturbado de la
cabeza. Generalmente eran los ancianos, que querían infundir terror. Pero si
las historias no venían de ellos, habían surgido de alguien más: Y allí, estaba
la mente macabra. Las mentes trastornadas detrás de todo. Aquellas, que con el
propósito de llegar a espantar hasta al más corajudo, o hasta el más
asustadizo, inventaban las más macabras, siniestras, terroríficas historias.
Para que luego quedaran circulando por las haciendas, por los campos,
incontables noches, y se ganaran su lugar en la eternidad.
Se decía que las noches en el campo, eran muy frías, muy
oscuras y peligrosas. Porque dentro de la oscuridad nada se podía ver, y todo
podía acechar. Casimiro, pensaba diferente. No, a él le gustaba internarse en
la oscuridad, le gustaba recorrer el campo de noche. Y a causa de esto, se
había ganado varias reprimendas de sus padres. Pero nunca faltaban los amigos
que lo acompañaban, aunque la mayoría de las veces iba solo. Porque eso le
gustaba, aventurarse solo. Y realmente, no le temía para nada a la oscuridad,
sentía que no le temía a nada. En los campos se dibujaban los ambientes más
tétricos, más terroríficos. Pero para él, siempre era una travesía, una arriesgada
o hasta interesante aventura, adentrarse en aquellos temores a la vista.
Había un anciano en particular, que se había llenado de
historias de terror, y estimulaba la imaginación de los muchachos con estas. De
unos sesenta años, piel rugosa y canas. Actitud segura, recta, rigurosa, pero
que siempre encontraba tiempo para compartir con los que querían oír, y le
prestaban minutos de su atención. Lo abrigaba una bufanda a su cuello, y
siempre llevaba boina. “Don Renato”, era habitualmente su nombre. Así era como
le hubiera gustado que le llamaran, pero siempre, simplemente, los muchachos
del campo le llamaban “Renato”, a secas. O “El viejo” de las historias, para
rellenar. En el campo, en el poblado. Un reducido poblado, donde apenas había
luz eléctrica. Sólo se veían las ampolletas, sobresaliendo de los hogares, colgadas
como por cables enrollados artificialmente, arreglados. Y estas ampolletas sólo
encendían de noche, creando leves campos o círculos de luz entre la oscuridad,
entre los bordes de los pequeños y modestos hogares de madera, y atrayendo a
las diversas luciérnagas que centelleaban por las noches. Además de este
embrollo de cables, los hogares estaban muy pegados entre sí. Por lo que cada
vecino conocía la historia, y la vida del otro, y todos los infantes se
conocían entre ellos también y se divertían juntos y salían a jugar. Casimiro
sólo se divertía con el viejo Renato, el anciano. Sólo de él le gustaba
escuchar las historias, y siempre que lo encontraba en casa, acudía donde él,
para escuchar sus relatares, sus narraciones. “Una gran imaginación debía tener
el viejo”, se imaginaba.
El viejo aguardaba en su ancha silla de madera,
balanceándose. Allí estaba, con toda su humanidad echada. Veía a Casimiro
acercarse, y sabía que debía tener una historia para contar. Y sonreía,
complacido, ante el desafío.
-¿Qué historia tienes esta tarde? –preguntaba Casimiro ya
acostumbrado, dejando de lado las formalidades, todo eso. Era como su segundo
hogar. El anciano era estricto, pero ya lo conocían bien. Tanto Casimiro a él,
como él mismo al intrépido infante.
-Tú, que eres muy aventurero, estaba esperando tu llegada.
Tengo muchas historias por contarte, pero hoy, una en especial. Y me
sorprenderé bastante si esta no te sorprende, y no te aterra por la noche –dijo
el viejo, seguido de un grueso carraspeo con su envejecida voz. Levantaba su
bastón, apuntando al chico también, como instándole a que se acercara.
-¿Si? ¿Y de cuál se trata? –preguntó Casimiro interesado y
curioso. El anciano Renato lo hizo acercarse más, y lo tuvo allí, toda la
tarde, oyendo la historia que tenía. Ya luego llegó la noche, y Casimiro hizo
abandono. Estuvo ante las puertas de su hogar (la entrada más que todo, eran
tan pobres que no tenían puertas, sólo una abertura ancha), y vaciló en entrar.
Dudó, y finalmente se decidió a no entrar, y quiso dar un paseo por los
alrededores del poblado. Mientras, pensaba en la historia que le había contado
el anciano.
“Te voy a contar la historia chiquillo, de la ¡Calabaza
Macabra!” había anunciado el vejestorio. Casimiro se había intrigado ante la
presentación de la historia, el título que asomaba. Y estaba ansioso porque se
la develara. El viejo entonces empezó su narrar, y nada lo interrumpió, ni
siquiera el cantar de los pájaros nocturnos o los cuervos. Nada podía distraer
a Casimiro, escuchaba, abstraído, tan concentrado, como si su mirada sólo
existiera para contemplar a aquel costal de arrugas y carne vieja, con
experiencia de una vida vivida.
Luego, cuando el viejo le aclaraba los últimos detalles,
Casimiro iba respondiendo todo el rato: “Ajá, ajá…” y asentía. Los detalles que
el viejo ponía sobre la mesa eran que tuviera precaución. Nada de descuidos. Le
advertía sobre la calabaza.
“Se puede encontrar aún en estos días, en el cementerio. ¡Pero
no te atrevas a ir allí chiquillo! Te he advertido. No hagas algo de lo que te
puedas arrepentir. Mejor piensa que mis historias son fantasías, y sólo
limítate a soñar por las noches”, decía. Pero Casimiro desde ya estaba decidido
a indagar. La curiosidad era más poderosa, aunque hubiera matado al gato, le
importaba un comino. Era decidido. Los detalles de la historia eran los
siguientes, la atemorizante calabaza, la historia había ido más o menos así:
Lo principal, que se le había quedado en la mente a Casimiro
sobre lo que el viejo le había relatado, era sobre una calabaza. Que solía
estar en el cementerio. “A veces sólo aparece a medianoche. Otras veces, está
toda la noche allí, disponible, para quien la quiera sacar”. ¿Y de qué iba
aquella calabaza, se preguntaba Casimiro? ¿Cómo era que funcionaba, qué era lo
que tenía de especial, lo que hacía? “Pues, no hay límites con aquella
calabaza. Dicen que el diablo una vez, en un aquelarre en las cercanías de este
poblado, se escapó, dando ligeros saltos con sus patas de siniestro macho
cabrío. Como tenía ganas de realizar alguna travesura, para hacer más
desgraciada la vida de los humanos ante sus propios vicios, fue hasta el
cementerio. Allí, trajo desde sus dominios una calabaza. No era una calabaza
normal, era una peculiar, como aquellas con rostros malvados, como en
Halloween. Pero esta, siempre resplandecía, aunque no tuviera una vela dentro.
Y bien pues, depositó la calabaza sobre una tumba. Y desde allí, que quedó por
el cementerio, y puede ser encontrada a veces. Cuentan las leyendas, las
historias y los rumores, que cualquiera puede hacerse con aquella calabaza. Sin
embargo, lo complicado será mantenerla. La peculiaridad de aquella calabaza… (En
este punto el anciano volvió a carraspear), es que puede cumplir cualquier
deseo material. Hasta carnal. Puede traer pasiones, dinero; todo lo que esté al
alcance del hombre. Te traerá riquezas, y te cumplirá todos los placeres que
deseas. Sin embargo, para mantenerla, en un lapso de dos semanas, debes
asesinar por lo menos a cinco personas…
Y echar sus restos, dentro de la calabaza”. Cuando el
anciano había terminado de decir esto, su rostro se volvió bastante siniestro.
Tanto, hasta un punto casi de atemorizar a Casimiro. Pero no se vio afectado
más allá de eso. No llegaría a atemorizarse, porque sabía que era un muchacho
valiente.
Entonces aquella noche, que deambulaba por el pueblo
solitario, Casimiro se encontró con sus amigos, que lo invitaron a hacer
travesuras. Pero se negó enseguida, porque tenía otra cosa en mente por hacer.
Entonces, llegó hasta el cementerio. Y luego de adentrarse bastante, y buscar
por lo menos unas dos horas (porque así era tal de obstinado, que aunque ya
perdía las esperanzas quería encontrar la maldita calabaza), observó un resplandor
a lo lejos. Y se abrió paso por los senderos, y entonces sobre una tumba de
fría piedra, observó que el resplandor era la fulgurante calabaza. Llegó hasta
ella, y la tomó sin cuidado, sin miedos, y la sostuvo sobre sus brazos. Parecía
como si una vela estuviera dentro, pero realmente dentro no había nada. Como si
por un efecto del diablo, la calabaza misma tuviera su propia iluminación.
-Ahora te voy a llevar a casa, y a ver si me cumples un
deseo –determinó Casimiro, muy convencido. Y partió, a salir del cementerio
llevando la calabaza entre sus brazos.
Pasaron días y días. Casimiro deseó cuanto pudo desear. La
calabaza la brindaba todo. Primero, deseó dinero, para comprar todos los
juguetes de la tienda del pueblo. Con el transcurso de los días, todos los
chicos en el pueblo le miraban con envidia, por tener él la primicia, la pelota
de plástico, la bicicleta, entre otras cosas y juguetes.
Después, a pesar de su corta edad, quiso satisfacer su
curiosidad hacia el asunto, y llenar sus deseos de deleite corporal, de
contacto sensual. Deseó que la calabaza le consiguiera una compañera,
especialmente, la hija del que atendía el bar en el pueblo, donde siempre
estaba lleno de borrachos. Era una chica hermosa, de corta edad, pero que
llamaba bastante la atención, por sus desarrollados atributos, como mujer
adulta. A todos los chicos en el pueblo les estallaba la curiosidad, las
ansias, y los deseos por ella, al verla aparecer y pasar.
Entonces Casimiro la deseó, y al cabo de un día, ella
apareció ante su puerta. La conversa fue fluida, y fueron directos hasta el
asunto. Casimiro la llevó hasta la cama de su madre, y allí, satisfizo todos
sus deseos. La recorrió entera, e hizo todas las cosas de adultos que tenía en
mente. Realmente, llenó todos sus deseos. Y luego se sintió lleno, por haber
hecho tantas cosas pervertidas, y sintió que todas sus ansias habían pasado. La
chica después simplemente, se había devuelto al bar, y Casimiro ya estaba
complacido.
Ya nada le faltaba. Casimiro tenía dinero para todos sus
gastos, y siempre lo escondía, para que no sospecharan. Y cuando sentía deseos
corporales, ansias desesperadas, simplemente convocaba una chica mediante la
calabaza, alguna chica agradable, sensual, que lo dejara totalmente satisfecho.
Sin embargo, llegaron los días en que la calabaza pedía su cuota. Era algo de
esperarse.
Fue una vez, en que Casimiro tuvo que ir hasta el cementerio
para escucharla. Allí, la depositó sobre la tumba en que la había encontrado.
Hacía frío, y la noche estaba muy oscura. Era más de la medianoche. La calabaza
se había encendido, y le había dicho, que debía hacerle dos sacrificios, dentro
de las dos semanas como plazo. Casimiro quiso protestar. ¿De dónde iba a sacar
personas muertas?, se preguntaba. Pero la calabaza le había dicho que debía
matarlas él mismo, entonces el asunto se puso más serio. Volvió a cargarla
sobre sus brazos, y salió del cementerio. Aunque pensó que realmente le hubiera
gustado, dejarla abandonada allí. Pero no lo hizo, porque aún estaba atado a
los deseos.
Casimiro totalmente disgustado, tuvo que buscar una forma de
cumplir. Y cuando pasaba por los oscuros terrenos del campo, cerca de la
carretera, se encontró a un borracho que había muerto, que lo habían
atropellado. Dificultosamente, arrastró el cuerpo hasta la oscuridad, para
asegurarse de que verdaderamente estuviera muerto. Y cuando comprobó que así
era, lo llevó lejos de la carretera, y lo cargó hasta su hogar. El cadáver
estaba putrefacto. Manchado en sangre, lo depositó sobre su mesa, y con un
cuchillo, lo comenzó a cortar y a hacer picadillos. Y aquellos picadillos, los
echaba dentro de la calabaza. La calabaza sólo lo observaba, y callaba,
destellando. Pero un día después, por la noche, la calabaza le había
mencionado, que aquel cadáver no le iba a servir. “Porque debías sacrificarlo
tú mismo”, le dijo. El diablo había instruido muy bien a la calabaza,
macabramente. Casimiro se agobió, y pensó en no seguir. O por lo menos, tendría
que encontrar una forma desesperada de llevar todo aquello a cabo. El colmo de
los males fue, cuando terminada una semana, la calabaza le dijo:
“Es además necesario, que entre los dos sacrificios que
debes hacer, esté el mismo cuerpo de tu madre. Ve y acércate a ella una noche,
toma un cuchillo de cocina, y cuando estés frente a ella, córtale la garganta”.
Casimiro se horrorizó. Jamás metería a su madre en el asunto. Sólo entonces,
renunció a la calabaza, profiriéndole palabras que la mandaban al mismo infierno.
Como la calabaza continuaba allí, y no perdía poder, él la tomó entre sus
brazos, y se dispuso a devolverla al cementerio. Era una noche en que estaba
solo. Entonces, antes de salir de su casa, un humo negro y entre púrpura
pareció estallar, y como ilusoriamente, a surgir tras él. Volteó entonces, y
espantado, contempló a un macho cabrío, erguido en sus dos patas. Era el
diablo. Las leyendas del campo eran ciertas. Horrorizado, le gritó sobre qué
era lo que quería.
-No has cumplido mis sacrificios –le respondió el diablo
burlón-. Ahora es mi deber perseguirte, para llevarte conmigo a mis dominios.
-¡Olvídalo! –gritó Casimiro, y se echó a correr. Escapó de
todo el poblado, y se internó en las oscuras densidades del campo, entre
frondosos árboles y malezas que hacían dificultoso el paso. El diablo entonces
enseguida, como poseído por fuerzas extrañas que le hacían honor, partió
furibundo, corriendo en sus dos patas, con una rapidez aterradora.
Frenéticamente, se dirigió tras Casimiro, como un rayo oscuro. El chico sabía
que el diablo pronto lo podría alcanzar, por lo que más que desesperarse en
correr, buscaba alguna forma de librarse, o salirse del camino.
Como iba tan concentrado en arrancar, se le olvidó que
llevaba aún la calabaza en los brazos. Y el diablo lo persiguió toda la noche,
arañándolo con sus garras, y haciéndole profundas heridas. Casimiro había
arrojado la calabaza, y continuaba corriendo, ya con su pecho que le dolía por
tanto cansancio, y con un pequeño corte en el cuello, y los brazos ya bastante
torturados. El diablo en un instante lo atrapó, y comenzó a agobiarlo,
enterrándole las garras. Pero Casimiro fue astuto, y vio una liga que salía de
los ramajes de un largo árbol, y con él, enredó al diablo, que lo tenía
sostenido por el cuello. El diablo intentó soltarse, y Casimiro se vio libre, y
se echó a correr con toda velocidad. Pero como veía que ya no iba a aguantar
más, entonces se dio cuenta, que la única forma de librarse que se le ocurría
por el momento, era devolviendo la calabaza de donde había salido, eso es, el
cementerio.
Entonces buscó desesperadamente la calabaza, y cuando la
encontró tirada por la hierba, se devolvió al cementerio, en tanto que el
diablo aún lo perseguía. Llegó hasta la tumba donde había encontrado la siniestra
cumplidora de deseos, y la dejó allí. El diablo entonces llegó tras él, listo
para matarlo pues al fin lo había alcanzado, pero cuando vio la calabaza de
vuelta en su lugar, se enfureció, porque nada más podía hacer. De hecho, sólo
podía estar libre si algún humano había caído en el error y el atrevimiento, de
levantar la calabaza.
Mientras comenzaba a surgir el humo negro y púrpura, también
hasta rojizo como las llamas que lo envolvía y lo hacía deshacerse de su forma
corporal, para volver a sus infiernos, pronunciaba palabras ante Casimiro que
eran muchas amenazas por venir. Le hacía saber, que no tendría un destino para
nada afortunado, luego del compromiso en el que había caído, después de tomar
la calabaza.
-¡Serás un adulto, y entonces yo volveré a buscarte! Puede
ser que ahora hayas tenido una vida de plenitud, pero ¡morirás joven! ¡Y lo
prometo! –maldijo el diablo, y Casimiro se sintió horrorizado. Atemorizado, de
sólo pensar, que de allí en adelante, sabría que sus años estarían contados, y
que moriría siendo un adulto joven.
Cuando todo hubo terminado, se retiró del cementerio. Pero a
su hogar no llegó. Como ya estaba maldito por el diablo, era muy fácil que
hubiera desaparecido. Se rumoreó días después, que se había perdido en los
alrededores del campo, en los terrenos llanos y abandonados. Que unos
criminales lo habían raptado, y lo habían matado. Aunque Casimiro a decir
verdad, estaba de lo más bien. Sólo que no había querido volver a su hogar,
había preferido, vagabundear eternamente. Porque estaba aterrorizado de por
vida, de saber que tenía un encuentro destinado con el diablo.
En el hogar de don Renato, el viejo balanceándose en su
silla mecedora, se mantenía con esperanzas quebradas, y con una mirada de
desconfianza. Sabía que Casimiro había desaparecido, y podía saber su paradero,
o podía también saber la suerte que había tenido. Sí, en su interior, se
arrepentía. Porque sentía que era una aberración lo que había hecho. Sabía que
tras contarle la historia, la curiosidad del niño no se vería satisfecha, hasta
que hubiera ido a buscar la calabaza. Y lo más seguro, era que lo había hecho.
Y por eso ahora, el anciano se sentía culpable. Pero ya no había nada por
hacer. Sólo debía ya convivir con el remordimiento. Por muchos días, se mantuvo
esperando a que Casimiro volviera a llegar a visitarlo, para escuchar una de
sus muchas historias nuevamente. Pero nunca llegó. Y sólo entonces el viejo, se
preparaba a morir, sabiendo que aquella visita que le solía llegar, como en
tiempos anteriores, ahora nunca habría de suceder otra vez. Y tuvo que vivir
también con la resignación el anciano, de guardarse sus historias sólo para su
interior.
El diablo se reía
macabramente. En un par de años más, volvería a buscar a Casimiro, para saldar
lo que había hecho. Y la calabaza macabra, en tanto, quedaría allí en el
cementerio esperando, a que otro humano intrépido o curioso, se atreviera a
sacarla nuevamente de allí, y todo volvería a suceder.
DarkDose