lunes, 22 de octubre de 2012

Mi vecina Any (Reflexión/Relato)


Aquella mañana, y la noche anterior, los aires habían estado en los comienzos de una ligera neblina. También había llovido. Una llana llovizna, delicada, suave, como tan sólo un débil rocío.
Supe desde allí, que algo extraño había en el clima, algo fantasmal. Esa mañana, me había sentado en una banca, sobre la reducida extensión de hierba a la salida de mi casa. Como todas las mañanas, estaban frías. Yo estaba muy despierto, aun así. Había descansado bien la noche anterior, pesar del constante ruido de la lluvia. Esta mañana, sobre la banca y los comienzos de la niebla, sólo tenía ganas de meditar un rato. Me puse a reflexionar en aquel extraño, misterioso clima.
La madera tocando mis carnes estaba fría. Recordaba que, hacía poco tiempo nos habíamos venido a este barrio. Sólo unas pocas casas poblaban las calles. Era una especie de vecindario, pero me hacía gracia, que por las mañanas, nadie se paseaba despierto. Sólo yo solía salir a estas horas, a recibir el fresco aire. Estaba acostumbrado. Eran las ocho de la mañana en punto.
Vivía con mis dos padres. Ahora ambos habían salido, ciertamente. Como tenía la casa abandonada para mí, decidía mejor salir. Y entonces, había terminado en la banca.
Estaba solo en aquella tranquilidad, falta de vida, meditando la mañana. Pensaba que pasaría unas dos horas allí, hasta que la ciudad comenzara a dar indicios de despertar. Entonces, con los sentidos todavía algo dormidos, levanté la mirada, casi sin voluntad. Contemplé una ventana.
Una ventana, tapada en niebla, opacada por la humedad del ambiente. Unos ojos me miraban, con atención, de un pálido y terso rostro. Pálido, como el de una difunta. Era una joven. Vestía de negro, como si estuviera de luto. Sus pupilas, apreciables, eran de un color pardo. Su cabello castaño, estaba amarrado en una cola, cayendo por su espalda. Era delgada. Sin embargo, debido a lo manchada que estaba la ventana, no podía apreciarla enteramente. Pero me sostenía la mirada siempre, insistentemente.
Era una ventana, de una casa directamente ubicada frente a mí. No la había visto antes, aquella casa. Quizá sí, pero no lo recordaba. Ahora estaba cubierta por una casi invisible niebla. En cada uno de sus bordes.
Esa ventana, pensé, tenía algo de tétrico. Me estremecí ligeramente, en un helado escalofrío. El fondo tras la joven estaba oscuro. Se contemplaba, sin mucha claridad, un antiguo mueble a un lado de ella. Sus ojos pardos, firmes, se fueron desvaneciendo. Luego de mucho rato, que nos miramos, lentamente desapareció, fundiéndose con la oscuridad tras ella. Pronto, había desaparecido por completo. Yo me quedé desconcertado, me sentí vacío y extrañado.
No tenía idea de qué había sido aquel efímero encuentro, pero no le quise dar más importancia por el momento, aunque claramente había dejado un misterio en el ambiente. Ahora por la ventana, sólo se contemplaba el interior vacío, adornado de polvo y telas de araña, y una gruesa alfombra roja que se dejaba ver. La mañana continuaba helada. Miré mi reloj de muñeca; eran las ocho de la mañana, algo temprano. La fatiga comenzaba a dejarse sentir en mí, por lo que me levanté de la banca. Caminé algunas solitarias calles, y al final me compré algo liviano de comer, en un kiosco cercano. No quería enredarme la cabeza con muchos pensamientos.
A la mañana siguiente, había faltado a la escuela, por ir a la casa de una amiga, a hacer un trabajo. Estuvimos frente a la reja, muy temprano, y cruzamos el umbral de plantas, hiedra y vides asomándose por mi cabeza, y pasábamos por un suelo de cerámica rosada, con bastante polvo adherido. Sin embargo, aquel ambiente me hacía sentirme como si aún estuviera dormido o soñando. Mi amiga, de nombre Macarena, caminaba frente a mí, y cada tanto volteaba. Y me sonreía, con amigable gesto y sus generosos ojos, bajo sus firmes gafas negras.
-¿Tienes sueño? -recuerdo que me preguntó pasado el umbral, cuando ya entrábamos a la cocina.
-Sí –le contesté, y me sentía medio confuso. Quizá levantarme siempre temprano sí me afectaba, y me dejaba soñoliento. “Al que madruga, Dios le da sueño” decía yo, muy convencido.
Más rato, estando ya dentro, me fui a la cocina. Me paré frente a una ventana, y me serví un vaso de agua, que estaba algo helada. Y bebí, mientras observaba la tonalidad de colores, pasar por la ventana. Sentía el agua, pasar por mi estómago, y calmar lentamente una tenaz hambre.
Mi amiga Macarena andaba dando vueltas por allí. La fui a buscar, y nos fuimos a realizar el trabajo de la escuela, donde ambos éramos compañeros, y el trabajo era para el día de mañana. Subimos hasta el segundo piso de su casa, y buscamos su habitación. Entramos, y encendimos la computadora, cuya pantalla, era la única luz disipando la oscuridad de la habitación, que era bastante espesa, y habíamos entrado a tientas. Esto era, porque en la mañana, en aquellas horas, la luz no llegaba a todas partes.
Yo contemplaba borrosa, la pantalla del ordenador, y estaba con un rostro de absurda, sensación soñolienta. Macarena me remeció varias veces, para hacerme despertar. Pero yo estaba en un sueño, me sentía feliz a su lado, yo la quería.
Macarena era una chica bonita, yo pensaba. Eso nadie lo ponía en duda. Pero era mejor no insistir. Aquella mañana, no parecía una mañana adecuada para declaraciones. Además, se me caía el rostro del sueño.
Como estuvimos todas esas primeras horas haciendo el trabajo, una vez terminado, ambos ya estábamos hartos. Y ella me dijo que podía quedarme hasta la tarde, y como ambos estábamos hambrientos, me convidó a comer. Era un alivio.
Yo mientras me ubicaba a la solitaria mesa. Y ella se perdía en la cocina, para hacer honor a unas buenas costumbres, y servirnos a ambos. Mientras oía el sonido de platos que tomaba por sorpresa al silencio, la escuchaba también a ella, que me decía, con aire de distraída:
-Y, ¿crees que nos irá bien con el trabajo?
Era un trabajo de investigación, y de reunir conocimientos. Típico de la escuela. Me fastidiaban, pero era una excusa por lo menos, para venir a su casa.
-Espero que sí –le contesté-. No en vano, perderíamos toda la mañana…
Entonces, ella llegaba a la mesa. Yo veía afuera, hacia aquellas plantas trepadoras, que daban la uva. Calladamente, le pregunté si es que podía convidarme de ellas, como merienda. El reloj estaba por rozar el mediodía.
 -Por supuesto que sí –me dijo, y luego me recalcó que a la otra, podía sacar yo mismo, sin problema alguno. Depositó una vasija llena de uvas, entre otras cosas para comer, y nos pusimos a alimentarnos, hasta que terminamos. Yo me relamía los dedos luego, por la jugosa uva.
Cuando permanecimos sentados a la mesa, ya sin nada que quedara por comer, y nos adentramos en una charla con falta de entusiasmo por ambos lados (quizá por lo cansados), tuve de pronto un recuerdo: Me vi sentado en una plaza, a oscuras, sólo alumbrado por un farol a mi lado, que también alumbraba la calle.
Entonces, por aquella calle, pasaba una figura casi arrastrándose, que a la vez, parecía no tocar el suelo, que parecía flotar. Era algo fantasmagórica. Era una mujer, y vestía ropas tan negras y finas, que parecía venir de un velorio. No sabía si mi mirada estaba perturbada, o yo estaba aturdido por el sueño. Pero a aquella figura que pasaba mirándome, que me generaba un ligero escalofrío, yo le veía unos ojos emblanquecidos, que no tenían pupila. Pensé que estaba viendo a una muerta.
Y en este recuerdo, que se me hacía tan claro ahora, yo me levanté. Y vi a la chica, algo desvanecida y con niebla recorriendo sus bordes, venir a mí. Aquellos ojos blancos, se clavaban en mí. En mi mirada. Pero entonces no recordaba más. Desperté, y me había quedado dormido sobre la mesa. Allí estaba mi amiga, decepcionada, esperándome.
“Era la chica de la ventana” me dije, en un atisbo. Apenas era una suposición; no estaba demasiado seguro. Macarena se quedó mirándome un largo rato. El comedor ante el cual estábamos sentados, estaba oscuro, y nosotros éramos dos contornos, dos sombras. Finalmente, se levantó y la vi subir por las escaleras. Yo me quedé un rato allí pensando.
Más tarde, unos minutos después, oí que llamaba mi nombre. Subí las escaleras, y acudí a acompañarla. Iba acercándome a su habitación por el pasillo, cuando la escuché hablarme:
-Qué mal, pensábamos que teníamos el trabajo terminado, pero nos falta el papelógrafo para escribirlo… ¿Podrías ir a comprar los materiales que faltan? Además unos plumones… -me dijo. Yo asentí sin que ella me viera. Pero en realidad era un hastío. “Está bien…” le contesté, desganado. Salí a recorrer la calle. Mi reloj me avisó que faltaban cinco minutos para el mediodía, pero la niebla, que había quedado como un rastro de la mañana, seguía allí, y las nubes, todavía estaban tristes.
Llegué hasta el kiosco, como el día anterior. Pedí los materiales, y el vendedor me los vendió de muy buena gana. Entonces, volví atravesando una pequeña plaza. Divisé la misma banca de ayer, y me senté, a comprobar que había comprado los materiales correctos, que Macarena me había pedido.
-Está todo… -comprobé algo dudoso. Me quedé sentado cinco minutos, y observé. Se había largado a llover. Primero, como una fina lluvia, y luego ya se volvía más intensa. Me veía ridículo seguramente, sobre la banca, y empapándome, llevándome el papelógrafo sobre la cabeza, en un intento por protegerme. A lo lejos vi a dos personas, con paraguas, caminar por la vereda. Me agobié, deseé fuertemente un para mí.
Frente a mí vi un vestido que pasaba. Era una chica, que me resultaba conocida. Ella tampoco llevaba paraguas. Y a pesar de que yo estaba todo mojado y abandonado, a ella la lluvia parecía resbalarle. Es más, sus colores estaban intensos, como si ella hubiese estado mojada, pero estaba seca. Caminaba hacia mí, entonces la reconocí: Era la chica que había divisado en la ventana. Otra vez se volvía a aparecer.
“Oye, creo que ya es la tercera vez que nos encontramos. ¿Por qué no me dices tu nombre?” le dije. Ella pareció vacilar con la mirada, y se arrastró con desesperante lentitud hacia mí, hasta el punto de estar a mi oído.
Entonces yo esperé, muy quieto. Ella me susurró, “me llamo Any, y soy tu vecina” y yo me quedé desconcertado, otra vez. ¿Vivíamos en el mismo vecindario? Aunque parecía ser obvio, por los seguidos encuentros, pero yo no podía recordar…
Any. Su nombre me causó una sensación, de que la conociera de toda la vida. Entonces ella se desvaneció, junto a mi conciencia, junto a mis recuerdos. Quedé a la deriva, y mi mirada estaba turbia, en oscuridad.
No podía recordar, no podía hacer nada. La lluvia se había ido por un instante, en medio de una exquisita oscuridad. Entonces, a medida que abría los ojos lentamente, poco a poco iba volviendo aquel ruido en tranquilidad, y la lluvia volvía a su suave estrépito. Recobré la conciencia. Pensé que había ido a otro lugar, pero continuaba allí, en la banca. Se había hecho tarde. Me había quedado dormido. De los materiales comprados, sólo tenía los plumones. El papelógrafo se me había ido volando con las ventiscas. Me dispuse a volver, a entregarle los materiales a mi amiga. Me levanté de la banca, y avancé abstraído, en medio de las tinieblas del parque, cuando la tarde ya se había arrebatado al sol. Llovía, haciendo pequeñas interrupciones en el silencio.
En medio de la lluvia, en un momento, quise dormir, desvanecer todo. Pero no podía, continuaba allí, y no sé cómo llegué a la calle de la casa de mi amiga. Sentía que había atravesado el parque casi a tientas, como un ciego entre esa oscuridad. Y esto, no distaba mucho de la realidad. Me sentía dormido en pie. Y la tarde continuaba transcurriendo. Y antes de que todos los colores se apagaran, antes de que cayera dormido, todavía me quedaba algo de conciencia. Todavía tenía tiempo. Para pensar, para andar… Quería terminar con aquel día.
Llegué, a su casa, a la de Macarena, mi amiga. Soñé que ella me recibía, pero ella no estaba. Me quedé de pie sobre la puerta, dudando si entrar. Vacilando, como si me fuera a caer desmayado, aún medio atolondrado. La casa estaba abandonada. Finalmente entré, y dejé los materiales sobre una mesa cercana.
Parecía que hubiera despertado, como parecía que justo me hubiese quedado dormido, en la oscuridad. Me pareció vislumbrar un trueno, que estalló a la distancia y en un segundo, iluminó un pasillo en sombras. Como pensaba que estaba soñando, que me había quedado dormido de pronto, nada me extrañaba, nada me sorprendía, como el hecho de que contemplé a Any, mi supuesta vecina, aparecerse una vez más. Y ya por aquel punto, iba entendiendo lo que era todo.
Seguro se me había olvidado encender las luces. Pero simplemente, todo estaba envuelto en una abundante oscuridad. Como esa, que nos espera después de la muerte. Avancé, como una sombra, como una silueta, como un velo de mis contornos. Avancé como arrastrándome, temiendo que estuviera muerto, pero no, estaba más vivo que siempre. Y sobre un sillón ahora estaban los materiales, y sobre una mesa, la vasija de uvas que Macarena me había servido, mucho tiempo atrás.
Observé a Any, que desaparecía ante mi mirada. A diferencia de yo, que no podía desaparecer. Creí que estuve cerca de la verdad, cuando llegué a un rincón medio iluminado, de la casa de mi amiga abandonada. Allí estaba ella, Any, que vestía sus ropas negras, fúnebres como siempre. Y su terso, y pálido rostro sin vida, mostraba una fría indiferencia, alumbrada por cientos de velas, ordenadas en una lúgubre estantería tras ella.
Su rostro también era lúgubre. Su tez era blanca, como cuando una persona se sentía indispuesta del estómago, y tiene ganas de vomitar. Me sentí ligeramente mareado. Entonces, escuché su discurso, que me lo dio sosteniendo una vela en sus manos:
-La vida es sólo un paso por el umbral de estos ambos mundos, la realidad de este mundo ha muerto, hace mucho. Una indiferencia impulsiva te priva del agobio. La realidad es muerte en vida, la vida, es sólo un largo transcurso, para la postrera muerte, el verdadero, eterno descanso, que merecemos. Tanto tú, como yo, ahora a ti te espera. Tú verás la verdad en mí; yo ya he cruzado este quejoso umbral.
Me sentí algo enardecido, ante aquel discurso, pero luego una pletórica y repentina tristeza me invadió, ante el anhelo y una cobarde desesperación, de no perder la vida de un momento a otro. Pero ella me lo aclaraba, y yo ya comenzaba a entender la verdad. Ella ya había pasado por la muerte, ella no era uno de los vivos; ella ya estaba muerta. Secas, como sonaban estas palabras. Estaba muerta.
Entonces en la vida no habían esperanzas, sólo tenía que esperar este largo, que se hacía eterno, paso a la muerte…
Ella me miró. Me perdí en su mirada un momento más. Entre todas aquellas velas que la alumbraban, y sus ropas negras, parecía una especie de santa tétrica, oscura. Según la claridad de mis recuerdos, en que a momentos pensaba que estaba dormido, creo que me murmuró: “Vamos al parque de allí afuera” y yo asentí, y salimos. Abandonamos más, aquella casa ya abandonada.
Luego llegaron unos amigos, a llamar a la casa de mi amiga Macarena, a buscarla. No los vimos, no los encontramos. Quizá los dos andábamos dormidos, y yo a ella la podía sentir viva, aunque verdaderamente era, una fantasma.
El parque, llegamos al parque. Siempre como dos sombras, con un atisbo apenas naciente, de las perdidas esperanzas. En una banca estuvimos hablando un rato, a oscuras, como si la realidad se hubiese ido. “¿Así que la vida, mi vida, es sólo un transcurso?” “Sí”, me respondió, muy convencida. Sus ojos no mostraban luz, eran ya sólo un abismo de pupilas, sólo oscuridad. La vida era, sólo un largo transcurso…
Esos momentos de estar con ella, se sintieron como mis últimos momentos, pero luego me convencí, que la muerte no llegaría. Ella era mi garantía. Any me hacía sentir seguro. Sí, sentía como si conociera de toda la vida, a aquella especial vecina mía.
Esta parte la escribí con mucha tristeza luego, recuerdo. Cuando llegué a transcribir estas experiencias en mis notas. Se me instalaba una melancolía.
-Es casi el momento de la despedida –me dijo ella. Sólo entonces, me fijé en los llamativos, delicados detalles que había en sus ojos. Y aquella exagerada profundidad de sus pupilas.
Me llevó hasta un borde del parque. Hacía mucho tiempo, no habíamos visto a ninguna persona. Y mi reloj de muñeca, me avisó que eran la una de la mañana. Demasiado tarde, pero no importaba, yo me quedaba. Nos recibieron algunas frescas flores, coloridas, aún con el rocío de la humedad. Ella se puso de espaldas a mí, y contempló aquella grande lápida de dura y fría piedra. Había una inscripción, que era su epitafio. Allí Any me relató, cuando había muerto.
Ella había vivido un tiempo en el vecindario. Ahora su cuerpo era sólo polvo, y su conciencia con algo que le quedó por hacer, se manifestaba con la forma en que ahora era, una fantasma.
Lo inconcluso que le había quedado por hacer, era darme aquella revelación, sobre la vida, y mostrarme esta experiencia de muerte. Me dijo que ella sólo me había conocido, cuando terminó convenciéndose unos días después de su muerte, que verdaderamente era una fantasma. Entonces la realidad para ella había muerto.
-La realidad siempre muere –dijo de espaldas mirando su tumba, siempre convencida-. La muerte siempre llega…
Por un segundo me dio lástima. Ella parecía ya no tener esperanzas. Yo me ponía en su lugar, aunque yo también, había perdido mis esperanzas hace rato.
Nos quedamos en silencio. Se me hizo una eternidad. Ella permanecía así, observando su tumba, y yo, contemplando sus espaldas fantasmagóricas. De pronto volteó, en un instante, y me dijo:
-Bésame.
Sus brazos al abrazarme, se sentían tan reales… Ella se hizo real por unos segundos. Y sus labios, me comprobaron que todo era cierto. Sentí que la conocía de toda la vida, y quizás era así. Quizás ella siempre me había vigilado a solas. En una dulce caricia de mi beso, la despedí. Entonces se alejó lentamente, y vi sus ojos por última vez. Se esfumó entonces, ante su tumba, dejándome parado frente a ella.
En ese momento, me prometí nunca olvidar lo que Any me había enseñado. La vida era sólo un transcurso. Me quedé allí solo, ante las brisas, acompañado sólo por el parque. Y cuando ella se había ido, realmente la extrañé. Sentí que había perdido, una parte muy importante de mí. Y este era mi desconsuelo.

DarkDose

 

Una mañana de muertos (Terror/Relato)


Había dos hombres en una choza. Vestían trapos largos, estaban cubiertos hasta la mirada, y una tela les rodeaba la cabeza. Afuera hacía frío. Bebían tragos de agua. Se refrescaban, y reposaban, aguardando, abstraídos, concentrados en sus vidas.
Era plena mañana. Ambos hombres estaban tranquilos, pero sabían que en un rato debían trabajar. Afuera se estacionó una carreta. Ya tenían que salir. Estaban desganados. Pero tenían que realizar, sus labores.
La carreta partió. Ambos, iban montados, llevaban barriles atrás. A la tarde volverían. Por el transcurso del camino, la carreta pasó frente a un viejo cementerio. Había pinos muy altos y frescos, que se mecían con el viento. No le prestaban mayor atención.
-¿Quieres? –le dijo el hombre, y le ofreció un pedazo de galleta envuelta a su compañero.
En la entrada del cementerio estaban los tupidos árboles. La entrada estaba abierta. Entraban brisas refrescantes. Había un camino de piedra que adentraba al cementerio. Dentro, había unas cuantas tumbas abiertas, a un lado de la cripta. Estaban destapadas. Los muertos no estaban dentro.
La noche anterior, aquellos muertos se habían salido de sus tumbas. Ahora deambulaban. Uno de ellos se había comido a una persona, que hace rato había venido a ver a un familiar fallecido. Ahora el muerto que lo había interceptado, lo devoraba.
El ramo de flores estaba desparramado. Aquella mañana, los muertos se reunieron. “Quién sabe dónde queda el pueblo” preguntó uno.
-¿Queda muy lejos de aquí?
-No demasiado –gruñó uno de los muertos más robusto, más vigoroso. Uno se inmiscuyó en la conversación:
-Vamos al pueblo, a devorar personas, a asaltar –dijo entusiasmado.
El pueblo estaba frente al cementerio, el reducido pueblo. Una sola carretera comunicaba ambos trechos.
El más fuerte de los muertos, el más autoritario, el que llevaba la batuta era inmenso. Tenía el rostro deformado con largos clavos. Era grueso. Su piel era blanquecina, como todos los otros muertos; cuerpos despojados de su sangre, cadáveres sin vida. Ahora con vida, de ultratumba.
Él, el más fuerte levantó un tremendo garrote. Reunió a todos los muertos. Estaban ansiosos, hambrientos.
-Nos dirigiremos al pueblo –ordenó, con demoníaca voz.
Algunos, entre navajas y trozos de cristales, se formaron unas garras. Otros, se arrancaban una pierna o un brazo y usaban el duro hueso como arma. Había unos diez muertos. La horda entonces se preparó. Iban a dejar el cementerio. El muerto más fuerte dirigió, y salieron en hilera tras él. Sus esposas aguardaban dentro de sus féretros, y ellos las despedían. Entonces, el cementerio volvía a quedar desierto.
Cerca del mediodía la carreta iba volviendo. Los hombres descendían, daban sus tragos de agua y bajaban los barriles. Habían terminado las labores de hoy.
Uno de los hombres entró a su choza y se fue a descansar. En la tarde, llegaron los muertos. Sus sombras se contemplaban, marcados sus bordes ante el enrojecido sol de fondo. Avanzaron, y llegaron hasta el pueblo. Allí se dispersaron, frenéticos.
Se formó un griterío, y los humildes habitantes salían de sus hogares desesperados. Las amas de casa tropezaban con sus bebés en vueltos en chales. Fue un atardecer sangriento. Los muertos desollaron, desgarraron, devoraron y decapitaron. La gente caía arrasada, torturada, atormentada. Los deseos de provocar muerte, de saciar el hambre se sobreponían ante cualquier rastro de esperanza, lástima o compasión.
Las calles se poblaban de cabezas, de derrames de sangre. Manos cercenadas y ojos fuera de sus cavidades. La más inimaginable tortura. El dolor llenaba. La muerte arrebataba vidas desmedida. La tarde se hacía eterna. Poco a poco iban terminándose las vidas de los agobiados habitantes. El sol era inclemente. Se mantenía sobre el cielo. No cesaba de contemplar la ensañada matanza.
De vuelta en el viejo cementerio, las esposas destapaban ligeramente sus féretros. El cielo estaba en ocaso, ya estaba por anochecer y la tarde se iba esfumando. El reloj del pueblo marcaba las ocho de la tarde.
Una de las esposas, asomó su torso por la tumba. Extrajo su mano. Tenía una sortija de compromiso de ultratumba. Sus cabellos aún se conservaban bien, exceptuando su horrible y deformada cara.
-¿Crees que les estará yendo bien a nuestros hombres?-le preguntó a una esposa cercana, que también se había sentado en el borde de su féretro.
-Seguramente. Cuando vuelvan, le prepararé al mío una rica cena del más allá; algunas lombrices, cerebros, manos cortadas y córneas. Podríamos prepararle en conjunto a todos nuestros esposos cuando vuelvan –contestó entusiasmada con la idea la otra muerta.
-Formidable –contestó la primera esposa que había salido de su féretro. Estaban contentas y había quedado decidido. En las sabrosas noches de Halloween principalmente, solían darse un festín.
En el pueblo, los muertos continuaban en su honrosa tarea –para ellos-, y continuaban descuartizando humanos. El que dirigía, el muerto robusto se detuvo y luego meditó:
-Hay un ligero olor a sangre en el ambiente… -percibió. Sus compañeros le contestaron que así era. Cómo no, si las calles del pueblo ya se habían transformado en ríos de sangre.
-Mmm… Sabroso –expresó. Entonces ordenó que siguieran movilizándose.
-Vamos a descubrir las casas a las que no hemos entrado –ordenó-. Que no quede nadie vivo.
Los muertos se volvieron a dispersar. El que dirigía, se movió por su cuenta, y más tarde, llegó hasta la choza de los dos hombres que trabajaban con la carreta. Un muerto a lo lejos, se subió a la colina, y después de haber matado al sacristán, hizo sonar la campana fuertemente, como un augurio a la distancia, como un eco.
El muerto más fuerte, contempló a través de la abertura de la puerta. Dentro estaba el hombre, observándolo con los ojos hinchados por la desesperación, y ya le habían dado muerte a su compañero.
El vaso de agua estaba derramado.
-¡Aléjate criatura demoníaca, vuelve a tu tumba! –le gritó el hombre al muerto, que reaccionó como ofendido y se precipitó a derribar la puerta.
-Te voy a devorar humano –gruñó el muerto escalofriantemente, y derribó la puerta, que se destrozó sobre el suelo. Entonces, entró el muerto a la pequeña choza, ante el horror del hombre, sintiéndose encerrado. Pero aun así juntó valor. Debía hacerlo. El muerto le dio un feroz ataque con el garrote, para dejárselo caer encima, y aplastarle la cabeza. El hombre esquivó fácilmente, y se fue a un rincón, donde tuvo aquel sabor amargo, cuando se sabe que la muerte está cerca.
Los infames, despiadados muertos habían devorado a su esposa, y a su compañero tiempo atrás. Ahora la furia ardía en sus venas, pero también el miedo. “Estoy perdido” se dijo el hombre. Tenía a la muerte frente a él. Un voraz, cruel, ensañado putrefacto cadáver, afrontándolo, convulsionándole la piel en estremecimientos.
En un momento, se sintió arrebatado por los deseos de llorar. Pero sus llamados interiores a la violencia y la venganza, aquella fuerza sobrenatural que surgía de sus entrañas, alimentada por la angustia de haber visto lo más querido arrasado, despertó y lo impulsó a ir a un rincón de la reducida morada, a sostener firmemente un hacha larga que reposaba en la oscuridad. Aquella hacha había partido infinidad de troncos. Ahora iría a desgarrar carnes con su afilado, inclemente borde. El filo que poseía se habría de encargar, de imponer justicia.
El hombre, fuera de sí levantó el hacha, y dejó caer su brazo pesadamente, lleno de furia. El hacha se incrustó en la demacrada cabeza del muerto, adornada con agudos clavos, y le partió el cráneo. Los ojos llenos de pus, y fluidos viscosos estallaron desde las concavidades en el rostro deformado del muerto. Lleno de dolor, se dejó caer, con el hacha adherida. Su sangre quedó derramada en los suelos. El hogar del hombre había quedado manchado, pero no importaba ya; todo el pueblo estaba marcado de muerte. Un último rugido de intenso dolor, anunció la inconsciencia temporal, de aquel que no estaba muerto ni vivo, aun así caminaba hambriento, por un alma encendida por lo sobrenatural, desde más allá de la vida.
El hombre entre su desesperación, lo tenía sabido: No podía masacrar, ni terminar con lo que ya había pasado por la muerte. Era un cadáver, alguien ya fallecido con quien no podía terminar. Así que finalmente, se decidió por quemarlo. Extinguir su infundada, descontrolada crueldad en las llamas.
Recordaba las últimas palabras de su compañero, ahora que iba a montar al muerto ensañado, inconsciente ahora, a su carreta. “Defiende el pueblo, con tus últimas fuerzas, no lo dejes morir” le había dicho, y el hombre angustiado, derramando lágrimas recordó esto.
Furtivamente, disimulado, subió el ensangrentado cadáver con la cabeza abierta por el hachazo, a la carreta. La tarde estaba roja. Alcanzó a oír una murmuración de los últimos muertos que quedaban en el pueblo, sobre vengar con sangre a quien los dirigía, ahora caído. Se aproximó una turba hacia el hombre y su carreta. Allí se dispusieron a atacarlo. Sin embargo, alcanzó a zafarse de aquella muerte que parecía inevitable. Las desgarradoras amenazas de los muertos por quitarle la vida, allí quedaron. Sin poder olvidar sin embargo, ante su vista el estigma de su mente, del pueblo arrasado, convertido en un infierno, vertido de sangre.
Encendió los barriles, la carreta y el cadáver. Todo pronto ardió en intensas llamas. Como vio a los muertos aproximándose, se trepó en la carreta y se lanzó por el camino abajo. Las llamas llenaron el camino. El hombre, trepado en un borde, no era tocado por ellas.
Llevaba amargura y miraba los cielos caóticos, sangrientos. La carreta estalló frente al viejo cementerio, de donde los muertos habían procedido. Descendió, tocó tierra. El carro estaba arrasado. Bajó el cadáver del muerto, que resoplaba, como intentando volver a despertar. Estaba chamuscado. Lo cargó sobre sus brazos, y contempló el gran letrero del viejo cementerio frente a él. Ingresó entonces, con sus últimas esperanzas.
Lo que sucedió después fue catastrófico. Llegó hasta el fondo del cementerio, y se encontró con la guarida de los muertos. Había infinidad de sarcófagos abiertos, y cadáveres en los huesos de mujeres, que eran las esposas de los muertos que no se atrevían a despertar.
Depositó al más fuerte de los muertos, que comenzaba a recobrar la conciencia sobre las húmedas y fértiles tierras del gran cementerio. Entonces, un tanto más tarde los demás muertos retornaron a su hogar, ardiendo en furia y arrebatados deseos de despedazar al hombre, y cometer toda clase de crueldades con él.
Se vio perdido.
Entonces, en los últimos segundos de aquella venidera agonía, llegaron todos los sobrevivientes del pueblo (unos pocos), hombres destruidos emocionalmente, con intenciones de hacerles pagar a los muertos. Se armó entonces la más reñida trifulca, la más sanguinaria contienda. Huesos para allá, brazos cercenados, cabezas decapitadas, muertos devorando a aquellas personas, furiosos alaridos de dolor…
Los sobrevivientes del arrasado pueblo todos habían traído garrotes. Luego de varias muertes, terminaron finalmente partiendo a los muertos, literalmente. Ya les iba a ser imposible rearmarse, pues sus cuerpos estaban destrozados.
Ya al atardecer del día siguiente, un rojo atardecer en honor a la matanza del día anterior, las personas del pueblo que habían quedado, volvieron a enterrar a los muertos en los sarcófagos, y a sus restos. Eso sí, para que nunca se repitiera lo que sucedió, los sellaron con gruesas capas metálicas, asegurados con resistentes tornillos.
En las noches siguientes, se decía que todavía se podía escuchar a los muertos, golpeando las selladuras desesperados por salir.
El pueblo mucho tiempo más tarde volvió a ser próspero y apacible. Una de aquellas tardes se habían reunidos los pocos del pueblo que habían resistido al ataque y masacre, incluyendo al hombre de la carreta, que había abatido al muerto más robusto. Entre ellos, uno de los ancianos, líder del pueblo había dicho:
-Esperemos que esto no suceda nunca más. Por alguna cosa del destino, algún hechicero debió haber maldecido el cementerio entero, para que aquellos muertos hubieran despertado, e hicieron lo que hicieron…
Pero por lo menos las placas metálicas con las que habían tapado los sarcófagos, les aseguraban un futuro protegidos. El pueblo volvió a llenarse de tranquilidad, y los habitantes a resurgir. Estaba para el recuerdo sin embargo, lo que había sucedido. Si los muertos volvieran a despertar, los habitantes del soleado pueblo no estarían esta vez, para contarlo dos veces.

 DarkDose


Marchitado (Poesía)


Me voy pudriendo aquí, poco a poco
En esta tierna desolación
Marchitado, como cual rosa femenina que ha perdido sus colores
Así me marchité, descolorido yació mi corazón
Aquí estoy, en esta deriva
La embarcación con la que quise surcar, los tormentosos mares de tu corazón,
Fracasó
Y se hundió
Aquí estoy, ante la borrasca, como un náufrago
Siendo flagelado por las olas, que me llevan de rincón a rincón
Mis ojos, vacíos de esperanza, apenas en un atisbo, contemplan un muelle lejano
Llego, y descubro un nuevo pueblo, un puerto, acostumbrado al mar
Donde todas las luces brillan, y aparece una nueva esperanza, para a mi vida arribar
Es una dama, que todas mis mañanas ha de iluminar
En este pueblo vuelvo a encontrar la esperanza
En este pueblo, sueño con encontrar el amor…
El tiempo pasaba, pasa…
Me voy marchitando poco a poco, pero este pueblo aparece, frente a mí
Sólo quiero encontrar tu luz, para llegar allí, y que la marea no me derribe,
Por el camino.

DarkDose