Transcurrían y transcurrían las tardes, que se instalaban
eternas sobre el cielo, y eran lo único que transcurrían. Luego, cedían paso a
la noche. Eran cielos de un eterno decaimiento de los colores, donde se
conformaba una opacidad; los cielos se desteñían y siempre sus matices se
apagaban, y para colmo de males, era algo habitual, y las nubes como niebla,
llenaban los cielos donde no habitaban estrellas.
La esperanza no se dibujaba en las pupilas de los ojos que
contemplaban tras la ventana. Allí se encontraba Rina. Siempre era lo mismo. El
desgano era habitual. Podía estar toda la noche frente a la ventana empañada,
que se había convertido en la única forma de derrochar su tiempo, y aun estando
así, nada fuera de lo acostumbrado sucedía.
-Nada extraño, nada fuera de lo vulgar… como es acostumbrado
–observaba sosteniéndose el rostro con la palma.
Ella era una bruja joven. Toda su vida la había aprovechado
practicando la hechicería, y aquellas artes esotéricas. Era de contextura
delgada, parecida a la vara de una escoba, y sus cabellos, castaños y añejos,
parecían también los cabellos del artículo empleado para el aseo. No así, Rina
no era desaseada ni desaliñada. Entre las puntas de sus cabellos castaño secos,
se contemplaba su terso rostro, cuán bruñido, impecable. Y en su rostro nunca
habitaba la esperanza. Sin embargo, de vez en cuando se formaba una traviesa
sonrisa, agradada por las maldades que disfrutaba haciendo.
Pero no, las tardes se habían vuelto muy aburridas. Llegando
hasta una eternidad frente a la empapada ventana, nada iría a salirse de lo
normal. Por un lado, estaba la calle sombría, y solitaria. Por la ventana también
crecía un grueso y alto árbol, frondoso. Por el otro lado, a la distancia
contemplaba la escuela vespertina a la que asistía. La escuela de brujas. Había
asistido allí desde que era una infante. Ahora, podía ser perfectamente una de
las brujas más destacadas como estudiante. Pero no asistía muy seguido. No
pensaba demasiado en eso.
Una noche, Rina estaba tendida sobre su cama, reposando.
Tenía un libro cubriéndole la cabeza; era su diario de hechicería. Allí anotaba
toda clase de pociones, conjuros y hechizos. Se asustó cuando de improviso
ingresó alguien. Tras el sobresalto, el libro se le desprendió del rostro, y
cayó por un lado de la cama. Apresurada, se inclinó hacia el suelo, y lo
escondió rápidamente con el brazo, bajo su dormitorio.
-Rina, ¡Es imperativo que ordenes tu habitación!
-Pero si está ordenada tía… -contestó Rina. Una mirada
rastreó el lugar.
-¿Y los hechizos?
-Todo siguiendo su rumbo... He estado encerrada practicando
–confesó Rina, pero desvió la mirada con desconfianza. Realmente, se había
dedicado a dormir. Por aquella razón tenía el libro sobre el rostro cuando su
pariente había entrado, en vez de haberlo tenido sobre sus manos.
Rina se dedicó a observar a su tía. Era una mujer horrenda.
Una bruja con varios cientos de años encima, tenía el rostro verdoso, y unos
ojos de pupilas blancas. Una gran verruga sobre su respingada nariz, y una
expresión bastante poco agradable. Para cualquier persona ordinaria, para
cualquier ser humano, haber visto a aquella mujer de espanto por tan sólo un
momento, hubiese causado un inmediato infarto, pesadillas reiteradas, o por lo
menos hacer sentirse pasmado.
Rina con el rato, se quedó dormida. No había sentido a su
tía retirarse. Momentos después, sin embargo, despertó. Y recogió su diario de
hechizos de debajo de su cama, y lo ojeó. Se le había olvidado repasarlo
aquella noche, por lo tanto, su tía sí había tenido razones para estar
fastidiada. Pero qué más daba, su tía siempre estaba molesta, pensaba.
Mientras había estado dentro del sueño, antes de entrecerrar
sus ojos, después de que su tía se hubiera retirado de su cuarto, la había
sentido dar portazos y escandalosas pisadas. Era una mujer de mal temple.
Siempre estaba furiosa. Por suerte Rina no había heredado aquello, pero en
cambio, a su tía le molestaba la aparente desidia que siempre solía tener.
Aquella dejación, que rezumaba Rina. Pero no era así… Era más bien
desmotivación. Rina siempre era lenta en sus cosas, tardaba en percatarse.
Siempre tenía aquel aire de distraída, y sin embargo, siempre estaba muy
consciente, atenta, y observadora ante los detalles.
Cuando Rina despertó se había levantado, y caminó por los
pasillos aledaños a la torre. Porque vivía en la torre de la bruma, una torre,
donde sólo estaba su habitación. Y desde allí, desde sus ventanas, siempre
observaba sólo oscuridad, debido a la altura en que yacía la torre, y una
neblina amarillenta, que siempre estaba instalada allí. Además, siempre habían
grandes heladas, hacía inmenso frío. Pero mientras Rina estaba dentro de su dormitorio,
no se le hacía sentir, porque había puesto un hechizo, para no dejar entrar a
las gélidas brisas.
Además, su tía pasaba movilizándose constantemente por los
diversos pasillos conectados a la torre de la bruma. Que surgía un pasillo
único, y luego, en ese se enredaban todos los demás. Toda la noche se
escuchaban los pasos de su tía, recorriéndolos. Y tenía su habitación ubicada
muy lejos, en algún pasillo perdido. Rina había ido hasta su habitación tan
sólo unas escasas veces. Apenas sí tenía un recuerdo de cómo era el lugar de su
tía.
Pero como Rina aún se sentía algo adormecida, y debía
cumplir sus labores, como estudiar y dedicarse a sus hechizos, recorrió el
pasillo principal que llegaba a los otros, y su intención era sólo caminar,
para desprenderse del sueño.
Caminaba entre dormida, casi como una sombra desplazándose
por los pasillos. Se restregaba los ojos, estaba cansada. Se preguntaba por qué
tenía tanto cansancio últimamente, pero no hallaba respuesta. Sólo recordaba
con frustración, que en unas horas más, debía partir, a la escuela de brujas, a
asistir a clases. Y no había repasado su diario de hechizos. Si en aquellas
horas la sorprendían en una prueba, se metería en problemas.
Al final de un pasillo, Rina llegó hasta un dormitorio
oscuro. No había luz alguna. Avanzó, y entre la oscuridad, vio el pálido
reflejo del cristal de un espejo, que recibía la luz de la luna exterior. Avanzó,
soñolienta, y se dispuso frente al espejo. Justo en aquel preciso instante, oyó
un escandaloso grito de su tía:
-¡Rina, repasa tu diario! -. Su tía era muy insistente.
-Vaya, ¡estoy aburrida de esta forma de vida! –protestó
Rina, pero sin que su tía la oyese. Entonces pensó, como muchas otras veces
había meditado, sobre la idea de usar los hechizos propios, para hacer las
cosas más interesantes. No estaba prohibido, pero la mala práctica de un
hechizo, podía causar estragos. Y de causar alguna inconveniencia, su tía
enseguida la sorprendería, y terminaría echándola de la torre de la bruma.
Aquello, sí que sería una desgracia para Rina. Sin embargo, comprobó que bajo
su brazo estaba el libro de hechizos. No recordaba, desde cuándo lo tenía.
Seguramente lo había tomado de su cama, y desde allí que lo llevaba bajo el
brazo. Pero como estaba media dormida, perfectamente podía no recordar todo con
la claridad debida.
Sostuvo el diario de hechizos, frente al reflejo del espejo
empañado. Estaba bastante opaco, apenas podía contemplar su imagen reflejada.
Sólo contemplaba una borrosa sombra, de ella, sosteniendo su diario. Entonces,
comenzó a hojear con tranquilidad, pasando hechizo por hechizo. Uno en
particular, le llamó la atención. Comenzó a leerlo en voz baja, con la bastante
discreción, para que su tía no la oyera. Era el hechizo perfecto. Podría
haberlo convocado aquella misma noche, pero el problema era, que necesitaba de
los materiales, y tenía que reunirlos. Aquel hechizo ciertamente, haría mucho
más interesante su vida. Cuando ya faltaban apenas unas horas, para partir a
clase a la escuela de brujas, se había decidido. Convocaría el hechizo. Pero a
la noche siguiente, porque todavía le faltaban los materiales, y había determinado
reunirlos por la mañana. Parecía un hechizo interesante. Se trataba, de
convocar a un humano, a su mismo mundo, traerlo al de ella.
Al rato se preguntaba, ¿qué tan diferente serían los humanos
y sus formas de vida, a lo que ella solía acostumbrar? ¿Qué tan diferente sería
un humano, a una bruja, como ella misma? ¿Cuáles serían sus costumbres, serían
todas muy diferentes? ¿Un humano sería bastante fácil de sorprender?
Seguramente ambos no se irían a entender, si es que cruzara palabras con algún
humano, y se traspasaran conocimientos sobre sus mundos. “La vida de los
humanos debe ser agobiante” pensaba, mientras llevaba su mirada al techo,
reflexiva. “Ellos no tienen la facultad, el control de los hechizos a su
disposición, para alivianarse las cosas cotidianas, para hacer los procesos más
fáciles”. Quizás la vida de los humanos eran vidas de esfuerzos impuestos, de
obligaciones, llenas de tareas, y hasta aburridas. No conocían magia alguna. Si
algo se les hacía demasiado complejo, buscaban hasta el final la manera más
ardua de cómo resolverlo. Pero en cambio, no podían convocar alguna hechicería
que solventara desde un principio el problema. Sí, sin duda los humanos no
parecían tener conocimiento alguno. Su realidad debía ser algo parecido a una
lástima. Aunque Rina no sabía demasiado de los humanos, como para tener la
bastante certeza. Porque sólo unas cuantas veces, se había escurrido en el
cuarto de su tía (muchas veces atrás, hace tanto tiempo que ya borrosamente
recordaba), y allí ella tenía una bola de cristal inmensa, que reflejaba
distintas realidades. Una vez, reflejaba al mundo humano. Los ojos de Rina
brillaban de interés. Pero entonces había vuelto su tía, y ella había debido
salir rápidamente, antes de dormirse con el regaño.
Rina se sentía disgustada. Porque ya hacía una hora que
debía estar durmiendo, y su cabeza daba vueltas y vueltas en pensamientos.
Divagaba continuamente sobre las curiosidades del mundo humano, sobre los más
diminutos detalles. Entonces le causaba un interés enorme, y se impacientaba
más por realizar el hechizo. Pero debía cerrar sus ojos ya, o al día siguiente
tendría marcadas ojeras y evidente sensación soñolienta. Entonces, se dispuso a
dormir. En unas cuantas horas más que llegarían, debía partir a su adorada
escuela de brujas. Pero a pesar de la gran estimación que le tenía, no podía
evitar aborrecer las mañanas. Porque detestaba levantarse temprano. Sus
cabellos finos se acomodaron sobre la almohada, y se durmió.
Temprano por la mañana, Rina estaba levantada. Como había
podido esperar, tenía igualmente la sensación soñolienta marcada en la mirada.
Llevaba unas ojeras amargas. Su rostro parecía estar tenso, pero era sólo
producto de la falta de sueño. Estaba de pie, y recibía las brisas, que le
levantaban los bordes de su traje de bruja. Frente a ella había una calle
nublada, a la derecha, unas matas de hierba y otras cosas naturales donde podía
reunir materiales. Entonces comenzó a meditar, y recordó algo: Se había
olvidado de su vara, con lo olvidadiza que estaba… ¿Cómo había podido dejar
atrás su varilla? Se preguntaba. El sueño realmente la afectaba. Parecía como
si se hubiera amargado, porque su rostro verdaderamente no parecía mostrar
buenos ánimos. Pero en realidad, estaba calmada como siempre. Y sin más
preocuparse, recurrió a otra táctica. Se pasó una mano por sus cabellos
castaños relucientes en una suave caricia, cuidados esmeradamente como con
magia, y de entre su cabello, un pelo que se había arrancado, entre sus dedos
se hizo firme y se convirtió en una nueva varilla, del mismo color que su
cabellera, reluciente y lista para ser usada. Sonrío, ante esta simpleza para
ella, pero que no terminaba de sorprenderla, y empuñó su varilla entonces. Y a
medida que apuntaba, de entre la niebla y de entre la hierba, los materiales
que ella requería iban revelándose solos, cubiertos por un brillo especial que
recorría sus bordes: Los más diversos materiales; Rina observó una seta
brillar, y supo que aquello debería ocupar. También sacó algunas hierbas.
Luego, mientras más caminó, encontró otros materiales que también necesitaba,
hasta abastecerse de todo lo necesario.
Al final, terminó anotando en su diario todo lo que había
necesitado, y había ya reunido. Eran los siguientes materiales (los anotó con
su letra desordenada y cursiva):
-Una seta silvestre, de diversos colores y manchas, de
gruesa forma.
-Hierbas naturales, húmedas, de color verdes frescas.
-Una pluma de cuervo. (Ésta la había encontrado al adentrarse
más, llegando hasta un cementerio desolado).
-Dos huevos. (Podían ser de cualquier especie o animal,
simplemente debían ser dos huevos, aunque los de araña se dice, daban más
resultado).
-Una tela de araña bien conservada y recién arrancada,
además de cuatro patas de arañas, cortadas perfectamente desde el nacimiento de
la extremidad.
-Veneno de araña, de un tono amarillento. Si no se
encuentra, puede ser remplazado por miel dulce y fresca.
Todas estas cosas había anotado Rina. Contempló su diario,
satisfecha. Se había determinado a reunir los materiales, y ya los había
conseguido. Una bruja siempre debía disponer de las especies más extrañas; no
era algo raro en ellas. Por eso siempre debía hacer pequeñas travesías, para
conseguir las provisiones. Había materiales en particular, que eran más
difíciles de encontrar, pero que afortunadamente, había hallado al instante.
Como en el caso de la seta de diversos colores y manchas, de contextura gruesa.
Que esta seta silvestre, solía aparecer y desaparecer en ciertos lugares. Y se
decía que a veces, cuando encontrada, acostumbraba escaparse dando saltos con
su firme tallo.
También el caso era la pluma de cuervo. Aunque en el
cementerio abundaban de ellas, en general era muy difícil conseguirla por otros
lugares. Porque los cuervos volaban en bandadas, pero jamás dejaban caer sus
plumas, y para conseguir una, se debía abatir a uno de ellos, y atraparlo en
pleno vuelo; buscar alguna forma de hacerlo bajar a tierra. Pero como Rina era
instruida, sabía que en el cementerio encontraría más de alguna al instante, y
por ello no había tenido mayores problemas en encontrarla.
En el mundo en el que habitaba, la oscuridad era eterna. Sin
embargo, por las mañanas, surgía aquella especie de niebla blanquecina, que
llenaba los aires. Y Rina detestaba esto, porque además, crecía la helada, y
aquella niebla, lo rodeaba todo, como si los cielos se volvieran blancos por
unos segundos. Como si realmente, fuera una mañana. Pero ya a las horas en que
las labores comenzaban, en que por lo general todos ya estaban más despiertos,
aquella niebla comenzaba a disiparse. Y la oscuridad, voraz, como un inmenso
manto, llegaba a cubrir los cielos devorándolos, cegándolos enteros. Entonces,
nada volvía a tener luz, y todo horizonte era negro.
Para llegar a la escuela de brujas, se debía recorrer un
largo camino, que fastidiaba y cansaba a Rina. Por esta razón, porque muchas
brujas sentían lo mismo, preferían irse en sus escobas, y cruzar los cielos
nocturnos hasta llegar a aquel establecimiento. A cierta distancia de las
puertas, había instalada una caseta, donde había un asistente, que estaba
encargado de guardar las escobas. Y las jóvenes brujas pasaban, pedían sus
escobas, y alzaban el vuelo, para recorrer lo que restaba hasta la escuela.
Otras, simplemente, podían decidir recorrer en una caminata todo aquel sendero
oscuro, como un lago de gasolina, hasta la escuela, donde surgían árboles
tenebrosos y hierba fresca y natural. Rina jamás montaba en escoba.
Simplemente, no estaba acostumbrada. Pero esta vez, iba a ser la excepción.
Llegó hasta la caseta, y pidió su escoba.
-Necesito una escoba; no suelo acostumbrar a usarlas, pero
esta vez me iré volando.
-Muy bien, señorita –sonrió amablemente el empleado, y de
una hilera de unas cinco, le alcanzó una escoba. Rina la tomó entonces, y
partió a cierta distancia, para levantar vuelo. Hizo aparecer de entre sus
trapos negros, un sombrero puntiagudo, tradicional de brujas, y se lo ajustó al
cabello, para que éste no se le moviera cuando emprendiera el vuelo, y también
para cuidarse de las brisas, que helaban tremendamente.
Cuando llegó a la escuela, se paseó por entre los pasillos,
esperando a la hora de su clase, recorriéndolos con libros sobre sus brazos.
Por el largo corredor, había gran cantidad de casilleros verdes distribuidos,
que pertenecían a las brujas. Al final, había un pasillo en oscuridad,
alumbrado ligeramente por una blanca luz. Las brujas iban y venían, pasaban por
el pasillo. Todas estaban pendientes de sus clases. Rina aguardaba. De pronto,
se encontró con cuatro de sus mejores amigas, que eran las brujas con quienes
compartía en clase, y en general, en la escuela. Faltaba una, sin embargo, que
hace un tiempo no había venido a la escuela. Estaban allí Escafandra, María
Luz, Mágica y Aneleta. Habían sido sus compañeras desde infantes, desde hace
varios años atrás. Eran muy curiosas, y amistosas. Una de ellas se le acercó,
con acostumbrado entusiasmo.
-Rina –se advirtió de su presencia María Luz, sonriente-.
Pensábamos que no ibas a venir.
-Te hemos visto muy aburrida estos días, pensábamos que ya
no tenías ganas de estar en la escuela –añadió Escafandra también sonriendo.
Todas eran bastante alegres y traviesas.
-No, no abandonaría la escuela… -respondió Rina paulatinamente.
Todas sus compañeras le comenzaron a meter charla. Mágica le preguntó:
-¿Sabes a qué hora comienza la siguiente clase?
-No lo sé –le contestó Rina. Aneleta le contestó a ésta, que
al parecer ya estaban cerca de comenzar, y entonces sonó el timbre. Y sus
cuatro amigas desaparecieron, porque todas tenían una clase juntas, pero a Rina
le tocaba una clase diferente. Como detalle, Rina había notado que todas
gustaban de llevar siempre sus sombreros puntiagudos de bruja. No era
obligación en la escuela, pero casi todas acostumbraban llevarlo
constantemente. Rina se lo había sacado antes de entrar. Prefería andar con sus
cabellos sueltos, y pensaba que tener un gorro tan ajustado a la cabeza, le era
una molestia.
Rina entonces se acercó a un casillero. Buscaba el suyo,
para guardar unos cuantos libros, pero entonces abrió otro por accidente, uno
que no le pertenecía. Y se apresuró a cerrarlo, pero antes, contempló que sí
conocía a la bruja a quien pertenecía aquel casillero. Porque dentro había unos
cuantos muñecos de trapo, con agujas atravesadas en los brazos. Y en el
casillero también, había unos trapos y unos velos negros, y un retrato, como
una foto, algo borrosa, de una chica de cabellos rubios y opacos, rizados, y
unos ojos marrones, que llamaban altamente la atención. Su rostro parecía
siniestro. Pero Rina la conocía, y eran buenas amigas, y ambas se llevaban
bien. Ella era la que faltaba. Pero Rina ya sabía, que ella había estado
pasando sus días en el mundo humano, y por eso no venía a la escuela.
Rina cerró el casillero entonces, y cesó los recuerdos. Se
dirigió a abrir su casillero, guardó sus libros, y se quedó con los que habría
de usar, y caminó con ellos sobre sus brazos por el pasillo, cuando el timbre
sonaba, indicando que las clases ya estaban cercanas a comenzar. Rina se había
dirigido, a asistir, y entonces recordó que en su casillero también había
guardado su bolso, donde ya había reunido todos los materiales por la mañana.
Esto la alegraba, porque indicaba, que en las próximas horas, ya podría invocar
el hechizo, para hacer más entretenida la noche.
Rina caminaba por el pasillo, dirigiéndose a la sala de
clases, sin estar demasiado entusiasmada. Más bien pensaba, en su cabeza, “Ya
tengo todos los materiales”. Y meditaba, sobre qué habría de hacer, y se
mantenía pensativa. Cuando ya estaba cerca de la sala de clases, algo le llamó
la atención. Una sombra se asomó por el pasillo. Era una especie de fantasma
oscuro.
-Rina, pasa por aquí.
Rina extrañada, acudió. Aquel era un fantasma, que siempre
merodeaba por la escuela. Tenía el aspecto de un niño, pero era más astuto. Su
forma era transparente, y como un velo negro. Tenía cabello liso y corto, y un
collar de perlas algo peculiar, que seguramente tenía alguna maldición. Rina
con curiosidad, se puso frente a él. El fantasma se asomaba entre la pequeña
abertura, que había en el muro, casi al final del pasillo, cerca de donde
comenzaba el otro.
-¿Qué sucede? –Preguntó Rina-; voy atrasada a clases.
-Nada, ¿quieres que te sostenga los libros, o quieres
encontrar un pasadizo más rápido a la sala de clases?
Rina comenzó a retirarse. No tenía tiempo para perder con
aquel fantasma que le hacía propuestas que no necesitaba. Además si le
entregaba los libros, seguramente se los robaría. El fantasma puso su
transparente mano sobre su hombro, y la detuvo. Le rogó “por favor, no te
vayas”.
-¿Qué sucede? –volvió a preguntar Rina, perdiendo más la
paciencia.
-Mi nombre es Ivel, soy tu admirador-. Rina casi cayó de
espaldas. ¿Un admirador?
-¿Qué tengo de admirable? –le preguntó.
-Me atraes, y tu forma de ser. Además eres una de las brujas
más destacadas de esta escuela.
-Qué bueno saberlo… -contestó Rina perdiendo el interés-
Pero eres un fantasma, ¡eres transparente! No podrías ni rozarme.
-No… -contestó Ivel con lástima- Pero te puedo ayudar.
¿Sabes? Han tocado el timbre hace un rato. Las clases ya habrán comenzado, no
querrás atrasarte, seguro.
-Claro que no –respondió Rina sorprendida. Jamás llegaba
atrasada, pero esta vez, no se había percatado del timbre. ¿En qué momento había
sonado? Nunca lo escuchó. Quizás lo habían embrujado. A veces, hacían bromas de
muy mal gusto, de hacerle un hechizo al timbre, para que no hiciera su
característico sonido.
-Sin embargo Rina, como tu admirador, me encantaría
ayudarte… Y quiero mostrarte algo.
-¿De qué se trata? –respondió Rina, llevándose una mano a la
cintura, y observando al techo, agobiada por tener que perder aquel tiempo. A
veces, debía armarse de una gran paciencia.
-De esto. Es sólo un pasadizo, para que llegues enseguida a
tu sala de clases –respondió Ivel, y enseguida le mostró la abertura. Por allí
podía entrar ella. Desconocía si había un hechizo, o sólo oscuridad allí, pero
parecía llevar a la nada misma, y adentrar a otro lugar. Rina avanzó,
comprobando si caería en la abertura.
-Gracias –le dijo al fantasma. Ivel sonrió. “Es un placer
serte de ayuda, Rina”. Entonces Rina se adentró por la abertura, quitándose sus
cabellos del medio que le cubrían la vista. Tiempo después, había funcionado.
Había aparecido justo frente al pasillo que terminaba en la entrada a su sala
de clases, frente a la puerta. Caminó apresurada. Entonces pensó en el fortuito
encuentro. Estaba agradecida porque aquel extraño fantasma, que le había
parecido fastidioso, la hubiera ayudado. También le había dicho, “Gracias por
tu interés, nos veremos alguna otra vez”. Y no quiso agregar cosas como “fue
agradable hablar contigo” porque no pensaba que hubiera sido así. Y la verdad,
no tenía intención alguna de volverlo a ver. Pero por lo menos, el fantasma le
había sido de ayuda.
Cuando ya iba camino a la sala de clases, recorriendo el
estrecho y no muy largo pasillo, recordó de pronto el rostro horrible de su
tía. Esperaba que cuando ella llegara, su tía no estuviera en la torre de la
bruma. Así podría realizar el hechizo, sin mayores complicaciones. Rina
entonces cruzó la puerta, e ingresó a la sala de clases. Allí ya estaban las
brujas en sus lugares, y la joven profesora aguardaba.
La clase había transcurrido brevemente. En cuanto Rina había
ingresado, la profesora se había bajado ligeramente los lentes, para observarla
a través de sus frescas pupilas verdes, y al percatarse, le dijo enseguida:
-Rina, ponte tu gorro.
Rina algo fastidiada, sacó su gorro puntiagudo bastante
arrugado, lo desenvolvió y se lo puso. Era inmenso, y dejaba caer sus cabellos
como delgados hilos castaños. Avanzó entonces, fastidiada. Buscó su puesto; uno
a un lado de la ventana, cerca de un extremo de la clase, donde a través del
cristal entraba la espesa oscuridad, que era habitual como la luz del sol en el
mundo de las personas. Era como sentarse a un lado de la abrigadora calidez de
la luz, del día, pero aquí era todo lo contrario; era sentarse a un lado de las
tinieblas, entre la fría indiferencia.
Por suerte, la clase no se hizo eterna. La profesora se
mantenía sentada sobre su escritorio. Era una bruja joven, de delgado cuerpo,
adulta, vestía enteramente de negro, llevaba su sombrero puntiagudo, unas gafas
negras tras las cuales estaban sus llamativos ojos, más abajo tenía sus gruesos
labios pintados de rojo, y al lado de ellos un sutil lunar de adorno, que se
veía muy bien. Su mirada era amena, y a la vez hasta seductora. Era una mirada
con una mezcla de actitudes. Era muy alta. Sus piernas caían por el escritorio.
Su mirada se perdía en un cuadernillo que tenía en sus manos, con el que pasaba
lista en la clase, y ahora comprobaba los nombres de las alumnas. La primera
parte de la clase consistió en una pequeña tarea. Dejó el documento de lado, y
acomodada todavía encima del escritorio, dijo:
-Saquen sus materiales, por favor alumnas.
Rina reaccionó, cuando comprobó que no había traído sus
materiales. “Profesora Elena, me he descuidado y he olvidado mis materiales”
pensó decirle a la profesora, pero luego se retractó rápidamente. Entonces de
debajo de su túnica, extrajo su delgada varita. La contempló unos segundos,
pensando hacer trampa, pensando en usar algún hechizo que le trajera los
materiales desde la torre. Eran materiales simples. Las otras brujas no eran
tan aplicadas como ella, y no conocían tal hechizo que les resultara útil, por
lo que Rina podía convocarlo ahora. Quizá nadie se daría cuenta. O quizá la
infalible vista de la profesora, la descubriera en el hecho.
Vio a las demás brujas sacar sus materiales y trabajar. La
profesora les indicaba. Debían traer sus varitas por supuesto, unos cuatro
botones de coser, y unos hilos. Algunas habían traído unos muñecos no usados,
con los que comenzaron a trabajar, y les crearon una especie de ropaje. Algunas
se volvían costureras por unos segundos. Pero la profesora les dio las
instrucciones, y otras se dedicaron realmente a la tarea. La sala de clases de
pronto se llenó de hechizos. Los botones flotaban, apuntando hacia el techo
azul oscuro, y las brujas se encargaban de, por medio de sus varitas,
desenvolver los hilos y guiarlos, a penetrar los orificios en los botones,
pasándolos cuidadosamente. Algunas con éxito, otras después de varios fallidos
intentos. Siempre ante la mirada atenta de la profesora. Era un ejercicio para
estabilizar el pulso, para aumentar el control con las varitas. La profesora
recorría la sala de clases con su mirada vigilante. Sus pupilas verdes se
reflejaban entre los claros cristales de sus anteojos. Con su mano, cerró la
lista a un lado, donde había estado viendo los nombres. Entonces, una recorrida
con su mirada se dirigió a un extremo de la sala de clases. Allí estaba Rina,
entre las sombras. Parecía estar trabajando. La profesora se subió los anteojos,
levantó la vista, y se levantó del escritorio, desenvolvió sus piernas, y se
dirigió al lugar de Rina a inspeccionar.
Rina efectivamente trabajaba. Pero nada engañaba la vista de
la profesora, que no podía fallar. Rina parecía muy aplicada. Sin esfuerzo
alguno, levantaba varios botones a la vez, y les atravesaba varios delgados
hilos, con éxito, y lo hacía con naturalidad, sin preocupación alguna. Estaba a
la vista que era la alumna más destacada, como siempre. Hasta soberbia. Todo lo
hacía con notable desplante. Pero la profesora percibió que algo andaba mal,
algo extraño. Se acercó, disimuladamente hasta Rina, y llegó frente a su banco.
Rina no se distraía. Seguía mostrando su habilidad, y terminando la tarea sólo
en segundos.
-Señorita Rina… -dijo la profesora, y carraspeó- Me imagino
que habrá traído sus materiales…
Rina no era una mentirosa. Aunque a veces el silencio
resultaba delator. Pero en vez de proferir mentiras, falsas aseveraciones,
prefirió callar, y que el silencio le deparara las cosas.
-Si usted ha traído los materiales, muy bien. Pero si no ha
cumplido, no lo haga pasar por engaño… -le advirtió la profesora en tono de
suave reprimenda, como una amonestación. Como un consejo, para desviarla de
malas prácticas o costumbres.
Rina había contado con Escafandra, que estaba a su lado. Una
de sus cuatro amigas brujas, con las que se había encontrado en el pasillo hace
rato. Había tenido un repentino cambio de clase, a último momento, y había
debido venir corriendo a esta otra clase. Escafandra ya sabía, que a Rina la
habían descubierto, que aquellos materiales no eran de ella. A la profesora
nada se le escapaba, era muy astuta. Si se le llegaba a escapar algo, eran muy
pocas cosas. Ahora solamente había cumplido Escafandra, con prestarle los materiales
a Rina. Sólo para disimular. Pero como un olfato a lo que nada se le escapaba,
o algún hechizo que la mantenía siempre en vela, la profesora había terminado
descubriendo el préstamo por parte de Escafandra. Resultaba que Rina no había
traído nada.
Rina se quejaba interiormente. Había desistido además de
invocar el hechizo que le traería los materiales desde la torre. Quizás habría
podido hacerlo pasar disimuladamente ante la profesora. Aunque, como a ésta no
se le escapaba ningún detalle, seguramente también la habría encontrado,
también se habría dado cuenta de la falta. No había caso. Con seguridad,
siempre la iría a descubrir. Rina observó lateralmente a Escafandra, sentada a
su lado. Era una suerte que a último momento de hubiera cambiado de clase. Era
una suerte porque le había prestado los materiales, aunque no le habían
funcionado para mostrar que había cumplido. Pero era un alivio pensar que
Escafandra siempre estaría para la ayuda que necesitara.
La profesora le dirigió una disimulada mirada escrutiñadora
a Rina. Estaba al lado de su banco. Entonces, le dijo, dirigiendo la mirada
hacia la salida:
-Señorita Rina, acompáñeme por favor.
Rina hizo un gesto de pesimismo. Su compañera Escafandra,
pensó que estaba en problemas. Rina pensó que le aguardaba un regaño, como
aquellos tediosos regaños que le daba su tía. Se dirigieron fuera de la sala.
Rina tuvo que acompañar a la profesora. A través de los pasillos, se escuchaba
el andar de los tacones de la profesora. Sus largas piernas se desplazaban,
cubierta por una corta minifalda. Llevaba medias transparentes. Era una mujer
bastante alta. Rina caminaba detrás, como una sombra compañera. Cruzaron varios
pasillos. La escasa iluminación en la escuela se fue acabando, hasta que
llegaron a un último pasillo. Allí había una entrada, algo abandonada.
-Ven conmigo –le dijo la profesora. Rina bastante pesimista,
asintió y la siguió. Entraron a una especie de cuarto de aseo, o almacén. Había
varios útiles de aseo, escobas, instrumentos de clase y cosas por el estilo. La
profesora condujo a Rina hasta una estantería vieja. Por allí había algunas
almohadas. Se acercaron y le dijo:
-Busca tus materiales por allí-. En realidad no pensaba
dejarla sin hacer nada en la clase. Rina se tomó su tiempo. Revolvió los
cojines, buscando en la estantería un lugar donde estaban los botones y los
hilos, y muchas cosas prácticas para los trabajos y hechizos. Tras casi una
media hora, encontró todo. La profesora estaba fastidiada y perdía la
paciencia. Luego volvieron a la sala de clases. Allí Rina volvió finalmente a
dirigirse a su rincón oscuro, y en sólo segundos, en diferencia a todo el
tiempo que les había llevado a las otras alumnas, ella realizó su hechizo, muy
rápidamente como acostumbraba. Los hilos atravesaron perfectamente los agujeros
de los botones, y flotaban sobre el banco de Rina, alegres, como si danzaran.
Ella contempló su trabajo satisfecha, y lo dio por terminado.
-Te demoraste bastante en buscar los materiales… -le susurró
la profesora luego. Había una especie de antipatía. Pero a Rina no le
importaba. Ella no buscaba problemas con nadie. Simplemente, se mostraba
indiferente. El timbré sonó luego. Por fin estaba fuera de clases. Por fin
podía ya planear su vuelta a la torre de la bruma. Escafandra se había ido. Se
había despedido y había ido a juntarse con las demás amigas brujas, a dejarle
sus saludos y recorrer en conjunto los sombríos exteriores de la escuela.
Rina también recorrió los tenebrosos exteriores. La noche
había llegado rápido. Llegaba aquella espesa oscuridad, que cubría más en suma
cantidad, que la oscuridad anterior, aquella que era vespertina. Ahora todo era
cegador. Dificultosamente Rina podía contemplarse las palmas de sus manos. Sus
cabellos finos castaños, se dejaban llevar al viento, como casi invisibles
hilos. Salió de los interiores de la escuela, cruzó el último pasillo, y se
encontró fuera. Entonces comenzó a caminar, por aquella tierra fértil, de un
tono casi café al negro, aquella tierra húmeda, que parecía iría a hundirse en
cuanto se caminaba sobre ella. Algunos extraños chillidos se percibían a la
distancia. El suave sonido del viento como brisas, se dejaba escuchar. Estaba
algo helado. A Rina la envolvía la más completa oscuridad. Dejaba la escuela
atrás, y observaba a sus lados, y a lo largo del paisaje falto de vida,
diversos árboles muertos, con sus ramas siniestras, apuntando como si quisieran
asir a alguien entre sus garras. Había también malezas y algunos arbustos a lo
lejos. Las criaturas de la noche poblaban los cielos a veces. La mayoría del
tiempo el cielo estaba inmensamente negro y dormido. Rina avanzó rápidamente.
Quería llegar a la torre de la bruma ya, y no helar sus huesos en el intento.
Mientras caminaba, a sus pies contempló una bruñida pluma de
cuervo. Aquella le hubiera servido antes, en los materiales que reunía. La
tomó, y sintió su aroma. Se acarició el rostro con ella. Estaba reluciente, muy
bien aseada. Se le debía haber caído a algunos de los cuervos, que volaban en
bandada por allí. Luego aparecieron. Eran conocidos por el lugar, y por algunas
brujas de la escuela; Rina por supuesto los conocía. Se trataba de los
Clamadores. Eran cuervos que revoloteaban por allí. Algunos eran deformes, y
tenían manos y piernas. Otros tenían forma humana, pero conservaban las
características del cuervo, tales como cabeza y alas. Otros eran simplemente
cuervos. Pero todos tenían diversas formas. Volaban en bandadas a veces. Los
que tenían un cuerpo con extremidades, se escondían entre las sombras. Rina
sabía de ellos, que podían organizarse, tramar cosas, pensar, meditar. Que
ellos sabían de la presencia ajena, y por eso se ocultaban. Que se escondían de
las brujas que pasaban por el lugar, o a veces las raptaban. Siempre generaba
un escalofrío, verlos, a los Clamadores, con forma humana, en unos grupos de a
cinco, observando a quien pasaba, directamente desde la oscuridad,
concentrados. A Rina le pareció ver a un grupo observándola. Pero no le
importaba. Ante cualquier cosa, siempre estaba con su vara y sus hechizos, y se
sentía protegida. Además era lo bastante instruida, para hacerle frente a
cualquier problema o adversidad.
Los inmensos terrenos se extendían como un campo sin fin. La
oscuridad era eterna, abrumadora y cegadora. De pronto Rina, comenzó a llegar a
una especie de campo, que parecía de cosecha, muy extenso. Había algunas
plantaciones. También había algunas varas. Cuando llegó, y atravesó las varas,
algunos cuervos revolotearon al verla, y clamaron, alertando a quien quiera que
hubiera estado allí. Pero al parecer no había nadie. Muy a lo lejos, a la
distancia en el horizonte, entre las sombras de unos altos árboles, se
observaba la larga torre de la bruma. Ya no faltaba demasiado para llegar, sólo
debía atravesar el grande campo.
Rina sabía de un personaje célebre allí. Todos los que
solían pasar por allí lo conocían, era conocido en el lugar. Su fama era por
hablador, por astuto, por tender trampas… Era un personaje muy curioso. Rina ya
se había topado varias veces atrás con él. Le desagradaban aquellos encuentros,
pero pretendía mantenerse indiferente. Aunque era inevitable, el cruce. Porque
como era acostumbrado, debía atravesar aquellos terrenos para llegar a su
hogar.
Estaba allí, el espantapájaros Mabro. Se le quedó
observando, entre sus ojos rasgados, las aberturas siniestras que tenía de
ojos, que daban a un profundo vacío, una oscuridad. Y su sonrisa siempre
marcada en su cabeza de calabaza, que parecía hecha artesanalmente. Llevaba
trapos, sus ropas estaban desgastadas. Estaba en su eterna posición de cruz.
Tenía un propio de él, sombrero de paja pequeño. Sus ropas estaban abiertas, a
modo de chaqueta. Pasaba todo el día plantado sobre la tierra. Cuando se
percató de Rina que iría a pasar, se quedó contemplándola. Y aquella sonrisa
que tenía marcada, lo hacía parecer ver, como si sonriera con malicia, con
picardía. Y realmente lo hacía.
-¿Dónde va la señorita bruja, la más célebre de la escuela
de brujas, la más destacada? ¿Dónde va su señoría? –le preguntó burlonamente,
con mofa disimulada. Rina apenas volteó. Le sostuvo una mirada de intensa
indiferencia, como si deseara que hubiera estado muerto. Mabro suspiró.
-Tanto que me odia su señoría… -se lamentó. “Señorita”
pensó, y se corrigió, para hacer más creíble su papel.
-Mabro, no me amargues el camino. Tengo que atravesar este
terreno como siempre, para llegar a mi lugar –le contestó Rina, como si fuera
habitual esquivarlo. Pasó por su lado sin prestarle mayor atención. Mabro hizo mohín
de que se deprimía, y puso la cabeza gacha.
-Perdóneme –dijo con voz arrepentida, sobreactuada.
Dirigió su mirada hacia el suelo, avergonzado. A lo lejos en
el horizonte unos cuervos revolotearon. Después, llegaron dos cuervos más que
se posaron sobre sus hombros, a acompañarlo en su lamento. Se había puesto muy
triste. Pensaba que realmente estaba haciendo muy creíble su papel. Pero Rina
seguía su camino, y se mostraba indiferente. No le prestaba mayor atención al
espantapájaros actor y embustero. Mabro sintió que la perdía, y la vio
alejarse. Pero entonces, a medida que la perdía, entretejió una traviesa y disimulada
sonrisa en su rostro, ahora que ya sabía que podía retenerla.
Rina avanzó. Sentía que sus pies la llevaban por impulso.
Sólo quería llegar a su hogar ya, y estar a solas, en la oscuridad de su
habitación, reunir los materiales, y convocar el hechizo. Luego disfrutar lo
que restaba del tiempo de noche. Porque era un tiempo establecido, como
habitualmente en aquel lugar era noche… Era una noche estable, eterna.
Continuaba desplazándose, hasta que llegó a las verjas abiertas, que
conformaban la salida del ancho campo. Allí estaban, ambas verjas blancas, con
una separación entre ellas, que era la abertura de salida. Sin embargo, algo se
interponía entre ellas. Algo se enredaba. Rina al llegar, se detuvo, y agachó
la mirada para observar. Había abundante maleza, que surgía del suelo como
hiedra, y se enredaba, espesamente, como un muro verde de tupidos tallos que se
volvía un embrollo. A Rina le causó un inmenso fastidio contemplar todo aquel
enredo obstruirle el paso. Se llevó las manos a la cintura, y volteó entonces,
dirigiendo su mirada hacia el espantapájaros Mabro. La hierba continuaba tras
ella. Se había expandido abundantemente. Estaba fresca, y parecía firme,
fuertemente adherida, y vasta, para cortar toda la salida.
-¿Qué significa esto? –le preguntó Rina desde la distancia.
Mabro había cambiado los lamentos y sollozos, por una complacida sonrisa. Se
percató de que Rina parecía estar enojada.
-No se altere, señorita Rina. Sólo es la maleza que ha
crecido copiosamente, como por arte de algún hechizo. Algún bromista debe andar
por los campos…
Rina puso un rostro de incredulidad y de decepción.
-A mí no me puedes engañar –le dijo-. Vamos al grano. ¿Qué
es lo que quieres?
Mabro vaciló unos segundos. Meditaba las ideas en su cabeza.
Pareció decidirse, y extendiendo su boca hecha artesanalmente, le dijo:
-Bueno ya que lo veo, señorita Rina… Me harían falta unos
cuantos recursos, y ya que yo no puedo moverme de aquí, comprenderá…
-No me hagas sentirme vieja –le dijo Rina-, háblame bien. Y
dime qué es lo que quieres.
-Me gustaría que me trajeras unas cuantas cosas, por aquí
distribuidas en el campo. Seguramente si me ayudas, yo podré invocar un
maleficio desde aquí, con mi delgado brazo de rama, para hacer desaparecer
aquella molestosa maleza.
-¿Qué cosas son? –preguntó Rina.
Más tarde, se dirigía ya a buscar los recursos. El
espantapájaros se los había dejado claro. Rina se sentía chantajeada. Habría
podido intentar por ella misma, arrasar aquella hierba que crecía a la salida
del campo, pero por lo tenaz que parecía, por lo firmemente arraigada que
estaba, parecía que dificultosamente alguien la podría mover. “Necesito unas
cinco calabazas, que dentro tienen unas monedas de oro” le había dicho el
espantapájaros Mabro. Se dedicaba a coleccionar monedas de oro, porque era lo
que le servía como dinero, y con esto lograba mantenerse. Aunque a Rina le
parecía lo mas extraño del mundo. ¿Qué iba a hacer un espantapájaros con
dinero, alguien que no se movía? Pero a veces pasaban por allí sujetos
extraños, que vendían mercancías o sabiduría; enseñaban artes. Mabro era
aficionado a comprar a extraños. Por aquella razón conocía hechizos. Además, en
su longeva vida de espantapájaros, había aprendido todo, de todo cierta parte.
Estos sujetos en sí, no eran entidades definidas, sino que eran especies de
sombras, que merodeaban a veces por los alrededores de la escuela de brujas.
Otras veces solían desaparecer. Sólo aparecían cada cierta cantidad de bastante
tiempo. Entonces ofrecían sus mercancías o enseñanzas. Mabro era un comprador
dedicado. Volviendo al asunto de las calabazas, éstas estaban rellenas de
dinero; eran una curiosa plantación, de unas semillas que él había comprado
tiempo atrás, a uno de estos seres inusitados. Había sembrado sólo unas pocas
en su campo, porque las vendían muy caras. Cada ciertos días, brotaban monedas
de oro de ellas. A Rina le había encomendado recolectar cinco.
Rina estaba fastidiada, desganada, se sentía molesta.
Avanzaba con lentitud, como arrastrándose. Con su varita hacía relucir los
objetos a su alrededor, y buscaba las calabazas, entre la maleza. Recorrió
algunos trechos de tierra del campo. La oscuridad era total. A veces había
altos pinos, que formaban los bosques que rodeaban el lugar. Eran tan espesos
que parecía que no se podían atravesar. Encerraban el campo. Rina varias veces
estuvo a la orilla de estos pinos. Luego se adentraba más en el campo, mientras
caminaba. No tardó mucho en encontrar las calabazas, no tardó mucho dentro del
tiempo normal, pero a ella le pareció una eternidad, un hastío.
-Aquí tienes –le dijo entonces a Mabro con desprecio,
entregándole las cinco calabazas con monedas de oro que había llevado sobre sus
brazos. El espantapájaros sonrió complacido, divertido, y las recibió,
dejándolas a sus pies.
-Muchas gracias señorita Rina –le dijo-. Ahora vamos a ver
qué podemos hacer con aquella perturbadora maleza –y levantó su brazo, y a lo
lejos invocó un hechizo, que la hizo ser tragada por la tierra, volver a la
tierra, y desaparecer. La maleza había desaparecido entonces y el camino estaba
libre de nuevo.
-Gracias –repitió el espantapájaros fingiendo cortesía,
insistentemente. Pero Rina sentía que ya la había hecho perder su tiempo, y por
eso se sentía pasada a llevar, y le guardaba desprecio. Sin decirle nada, se
retiró, dejándole su indiferencia, y pretendiendo olvidar pronto el indeseado
encuentro. Se alejó, y salió por la abertura, ahora libre. Entonces alcanzó a
suspirar por el alivio. Ya había atravesado las dificultades, y ahora en el
horizonte, la torre de la bruma se contemplaba más cercana. Por fin, ya iría a
llegar, y haría el último procedimiento de la noche, luego de tanto fastidio…
Rina ya había salido del largo campo. Se sentía algo
cansada.
-Aquel espantapájaros era un idiota… -murmuraba mientras
caminaba. Siempre se mantenía indiferente ante los demás, y no solía guardarles
rencor. Pronto se le olvidaría esto. Pero en este rato, el espantapájaros le
había dejado un mal sabor. Pero quizá ella estaba más propensa al disgusto,
porque tenía algo de sueño. Seguramente cuando llegara a su lugar, dormiría
algún tiempo. Por ahora continuaba caminando, y disfrutaba de vez en cuando los
paisajes del oscuro mundo que la rodeaba. Se sentía un poco soñolienta.
Más tarde llegó. La lluvia caía afuera. Las rejas de entrada
a la torre de la bruma estaban cerradas, pero no era necesario atravesarlas.
Entre toda aquella oscuridad, y el rocío de la lluvia que caía suave, invocó un
hechizo. La oscuridad pareció rodearla y tragársela. Había algunos árboles
alrededor de la torre. Hubo un pequeño destello entre la humedad, y Rina
desapareció. Después volvió a aparecer, y estaba dentro de su habitación. Así
con el hechizo, se ahorraba todo el tedioso y extenuante ascenso por las miles
de escaleras de la antigua torre.
Cuando estuvo en su habitación, dispuso un caldero vacío en
el centro de ésta. Entonces, sacó todos los materiales que había reunido, todos
los que había anotado en su diario. Los fue echando entonces, uno a uno, en una
disolución que había preparado, muy espesa. Entonces echó, la seta silvestre,
un montón de hierbas naturales y frescas, una reluciente y de buena fibra pluma
de cuervo, dos huevos (de araña se había conseguido, para mejores resultados),
la tela de araña enredada y delicada, y por último, otro material más del
arácnido, el veneno, de un tono muy amarillento y agrio. Rina había reunido
todo, de lo más bueno que había encontrado, se había esmerado en buscar bien, y
había conseguido lo mejor posible. Ahora el hechizo debía tener buen resultado,
y cuando echó los materiales al líquido del caldero, de él surgió un vapor, que
significaba que los materiales se disolvían, y que además, eran de una buena
calidad. Mientras más rápido se fundían y se vaporizaban, significaba que
mejores resultados iría a dar, que los productos eran realmente buenos. Rina sonrió
complacida, a un lado del caldero, contemplando. Después de todo, había reunido
los materiales correctos, quedaba satisfecha, luego de aquella ajetreada noche.
El caldero hervía. Producía el característico sonido de las
cosas mezclándose, y burbujeaba. A Rina le gustaba este sonido. Se quedaba allí
al lado, escuchando, relajándose. Estaba a un lado de la ventana también, y de
vez en cuando daba unas miradas a las calles oscuras. Estaba todo desolado. El
caldero estaba preparando la mezcla. Incesantemente se mantenía trémulo.
-Por fin todo está en orden –se dijo Rina. Ya estaba más
soñolienta que antes, y necesitaba descansar. Invocó un hechizo sobre el
caldero, éste se iluminó y destelló, y entonces Rina, sabiendo que ahora sólo
debía esperar los efectos, se fue hasta su cama. Se acostó encima, recogió su
diario, y para pasar el rato se puso a leerlo. Después de unos minutos, el
cansancio la venció, y se quedó dormida con el diario de hechizos sobre el
rostro, como antes. Tenía un pesado sueño. Había estado muy cansada.
Luego de unas cuantas horas tal vez, recordaba que había
abierto los ojos por un par de segundos. Entre borrosamente, contempló el
caldero. Aún hervía, y se mantenía temblando. Entonces una sombra oscura surgió
desde la profundidad del recipiente, sacó una pierna hacia afuera, y cuando la
silueta estuvo totalmente salida, cruzó la habitación, abrió la ventana y
desapareció por allí. Rina pensaba que estaba soñando. Estaba demasiado
abstraída en el deseo de dormir, que primero había pensado que estaba
imaginando lo que había visto.
En aquellas horas de la noche, en los momentos siguientes,
la misma silueta había llegado hasta las calles, se había deslizado por la
ventana y se paseaba tambaleándose. Aún chorreaba el brillante líquido del caldero,
pues había salido de allí, producto de la mezcla de materiales, que habían
formado una especie de portal. Era un antiguo hechizo del diario que Rina
tenía. Uno de los primeros que había aprendido, pero nunca había usado. Cuando
lo invocó, tuvo que recitar un largo discurso de palabras. La silueta seguía
caminando, como si no encontrara su rumbo. Se perdía por las calles oscuras, y
sólo avanzaba, como si estuviera aturdida.
Rina después de haber dormido un rato, ya se sentía más
repuesta. Despertó después. Todavía relajada, observó calmadamente su
habitación, comprendiendo las cosas. Recorría con su mirada, en una sensación
apacible. Bostezaba suavemente. Estaba alegre, meditando sobre el placer que
era dormir y soñar.
Hasta que vio el caldero, que había dejado de hervir. Se
levantó agitadamente, y se dirigió hasta él: Estaba vacío. El líquido ya se
había consumido. De golpe entonces, recordó la imagen, de cuando había
despertado efímeramente, y había visto una silueta salir de allí. Entonces cayó
en la cuenta, de que el hechizo ya había resultado, hacía un tiempo. Se puso
ansiosa. Se dirigió hacia la ventana, y se apoyó con el pecho, para mirar hacia
afuera, en un intento por percibir a lo que sea que hubiera salido del caldero.
No había nada en las calles. Eso creía, hasta que distraídamente vio un bulto
negro pasearse. Invocó un hechizo entonces, e intrigada, se dirigió a averiguar
qué era, aunque ya sabía que era lo resultante del hechizo. Podían ya comenzar
las travesuras.
Rina se exaltó. Llegó hasta la ventana, y se asomó de pecho.
Entonces pensó, “se debió de haber matado”. Desde el cristal se observaban las
calles oscuras, pero aun así la torre de la bruma estaba bastante alta. Aunque
se tranquilizó, cuando recordó haber invocado un hechizo allí, que la
transportaba y la dejaba directamente sobre la calle. Suspiró aliviada.
Entonces lentamente, se trepó por la ventana. Y se fue deslizando, hasta que
cruzó la barrera invisible del hechizo, que la hizo desaparecer. Ya después
estaba de pie en las calles, sacudiéndose las ropas y la falda.
“Por lo menos había funcionado” se consolaba, recordando el
hechizo para el cual había reunido los materiales. Y el propósito principal,
que era, traer un humano a su mundo. “Qué curioso”, pensaba. Le generaba un
interés enorme. Otra vez volvía a pensar en cuántas diferencias podrían tener
los humanos con alguien como ella. Se mantenía constantemente pensando en ello,
en las muchas cosas que podía descubrir. Estaba algo entusiasmada. Era un largo
trecho el que los separaba; dos mundos. El de ella era de una oscuridad
cegadora. ¿Qué iría a pensar el humano, al entreabrir sus ojos? ¿Pensaría que
se habría quedado atrapado en el sueño, o que simplemente no podría despertar,
por más que lo intentara? ¿Porque ahora sólo lo rodeaba densa oscuridad?
Eran muchos planteamientos. Pero mejor Rina iba a
comprobarlo. Comprobar por ella misma, qué podía descubrir. Por eso continuaba
avanzando. Lo que había visto moverse por las calles, desde su ventana, ahora
había desaparecido. Pero aquello cambió, cuando frente a ella, a un lado de la
orilla de la calle, había una forma recostada. Una sombra, que parecía haber
quedado abatida contra el rincón, donde nacía la vereda, y estaba el límite
horizontal de la calle. Rina se acercó, con un interés disimulado, y comprobó
la piel de una persona, envuelta en un grueso abrigo negro contra la lluvia,
aunque aquella noche no llovía.
La luna estaba sobre el cielo. Apacible, tranquila, pálida.
Rina se llevó los brazos a la cintura, como lo hacía cuando comprobaba algo,
cuando razonaba. Por fin entonces, había encontrado a la persona, al humano,
que por obrar de ella, había traído a este mundo. “Por fin nos encontramos”
dijo. Pero sus palabras parecían no ser escuchadas, porque se daba cuenta de
que la persona, parecía inconsciente. Tomó un poco más de cercanía. Era un
joven. Tomó su brazo para examinarle la mano. Su piel aún estaba cálida. Si
hubiera llovido en aquel entonces, el frío habría azotado su piel, la habría
entumecido. Quizás habría muerto a la intemperie. Aunque ahora no parecía
muerto, sólo parecía dormir, aunque con un rostro de disgusto. El frío no
parecía ser una causa de su inconsciencia, pensó Rina. Tenía el rostro algo
sucio, como por pequeños rasguños o rastros de heridas. Rina se imaginó, que
aquello le había sido causado, en el transcurso del hechizo. Cuando
forzadamente se habría visto transportado a esta otra realidad, este otro
mundo. El portal seguramente, que yacía en las profundidades del agrio y opaco
líquido que había formado el caldero, producto de la mezcla de materiales, lo
había trasladado bruscamente. Los portales absorbían. Atraían con impulsiva
fuerza.
Más tarde Rina lo llevó hasta la torre de la bruma, para resguardarlo
del frío. Allí estuvo lejos de despertar de su inconsciencia, en los primeros
ratos. Rina registró su abrigo, y le encontró algo parecido a un carné de
identificación. Le quitó la humedad, y contempló su foto. Leyó el nombre
entonces. “Luisel” pronunció con sus labios. “Así que éste es el nombre del
humano”. Luego, cuando aquella persona despertaría, le iría a relatar cosas,
que le harían a Rina comprobar, que aquel joven procedía de buena familia.
Estuvo un largo momento sin despertar, hasta que despertó.
Con los ojos entreabiertos, medio aturdido. Rina no se había percatado. Estaba
pensando, en ojalá, no contraer problemas, en cuanto su tía se percatara de que
había traído un humano a la torre. Porque había realizado el hechizo a
escondidas. ¿Pero qué más iba a hacer Rina, si estaba aburrida de su vida, tan
monótona, tan acostumbrada? No estaba mal usar un hechizo una vez cada mil
veces. Además, era una bruja instruida, destacada. Alguna vez, merecía poder
aprovechar sus propias cualidades, merecía tener sus propios privilegios.
El humano estaba débil. Algo le sucedía. Parecía adolorido.
Se precipitó contra la cama. Rina, en vez de enfadarse, le causó una especie de
ternura. El quejumbroso joven, se llevó una mano a la frente. Al parecer le
ardía la cabeza. Rina se fue acercando, con curiosidad, para averiguar qué le
pasaba.
-Anoche fue una noche muy rara, no recuerdo nada… ¿Estaré
muy lejos de mi casa? –se decía. Rina se imaginó, si acaso aquel humano, se
había ido de borrachera, con aquellos tragos mágicos, desconocidos para el
mundo de ella. Alcohol. Pero Rina no lo conocía por aquel nombre. Aunque sabía,
que podía causar aturdimiento en los humanos, lentitud en sus acciones, y algo
de desorientación en los sentidos. Sabía bastante de los humanos. Lo había
averiguado en la bola de cristal de su tía. Pero no, el chico no había bebido.
-Me duele el cuerpo… ¿Dónde estoy ahora? –se decía, y
observaba a los techos azul oscuro, y toda la habitación. Como veía por doquier
artefactos extraños, esotéricos, más se confundía. Pensaba que de pronto, había
despertado en la tienda de alguna adivina, de alguna gitana de aquellas que
instalaban sus carpas y ofrecían sus servicios. Pero ahora era plena noche. Y
estaba todo muy oscuro. Vio la luna apenas, entre el cristal de la ventana,
reflejada como mezclada con aquella humedad en el vidrio.
-¿Estoy en la casa de alguna amiga? –se preguntaba. La noche
anterior sólo recordaba que había salido. No recordaba dónde, sólo lo había
hecho, y recordaba que caminaba por las calles. Rina le preguntó, si
efectivamente su nombre era, el que había leído en aquella identificación en su
abrigo. “Sí” respondió. “Mi nombre es Luisel”.
-¿Y quién eres tú? –preguntó. Rina lo miró vacilante, sin
saber muy bien qué contestarle. Pensó que tener a un humano sería una tarea
fácil, que no habría demasiado que hacer. Pero ahora se daba cuenta, que le
pasaba algo la raya, que no sabía muy bien cómo reaccionar. No sabía por dónde
empezar, qué demostrarle.
-Soy… una bruja –respondió Rina. Luisel el humano, la miró
con ojos incrédulos. Con aquella incredulidad de la juventud. Se fastidió, se
sobó la frente con el brazo, y se levantó ligeramente de la cama. Entonces,
rastreó la habitación con la mirada. Era un chico alto y pálido, peso normal,
con cabellos negros. A Rina le causaba cada vez más, curiosidad contemplarlo.
De pronto el humano cuando volvió a sentarse sobre la cama,
vio el diario de hechizos. “¿Y esto qué es?” preguntó, y se acostó a leerlo.
Rina observaba divertida, cómo él pretendía entender. Tras un rato, le fue
explicando los hechizos uno a uno. Luisel sostenía su incredulidad. “Sí, claro”
respondía cada vez, y ojeaba el diario sin demasiada intención, desinteresado.
Rina aquella noche, lo tuvo un rato más en su habitación.
Luego le fue despertando el interés al chico. Se levantaba, y observaba las
estanterías, y analizaba toda clase de objetos que usaba Rina, y los libros que
ella leía, gruesos libros distribuidos en hilera, con las clásicas telarañas
adheridas a sus bordes. Luisel extraía los libros y los ojeaba, pero estaban en
un lenguaje ininteligible para él. Rina después sintió que estaban algo
encerrados dentro de su habitación, por lo que decidió que lo mejor sería,
sacarlo afuera, ir a recorrer, que él mismo viera con sus propios ojos, el
mundo en el que estaba ahora. Además así tomaban un poco de aire fresco. Y la
noche estaba apacible, como siempre solía estar. Rina lo invitó a acompañarla. Luisel
asintió. Salieron por los pasillos de la torre de la bruma, y recorrieron algunos
de ellos, pero Rina pronto se cansó, y decidió mejor invocar un hechizo que los
llevó a la salida. Luisel incrédulo, pensó que otra vez se había transportado.
“¿Qué está sucediendo?” Se dijo. Entonces añadió: “Seguro me quedé dormido. Sí,
ahora estoy durmiendo como una piedra…”.
Salieron a las calles. Rina lideraba el camino. Luisel iba
tras ella, levantando la mirada muy curioso. Veía los cielos oscuros. Había una
pizca de estrellas en ellos, a pesar de que en aquellos cielos, la oscuridad
espesa siempre abundaba, como si hubiesen estado eternamente dentro de una
habitación oscura, como generando una leve sensación de encierro y
desesperación. Pero a Rina no le causaba nada. Es más; le era grato. Como la
mayoría de los seres de allí, había desarrollado un gusto por la oscuridad.
Dentro de aquel rato que caminaron, Rina se encargó de mostrarle su mundo a Luisel.
Él estaba como un niño, curioso, pero a la vez manteniéndose firme en su
incredulidad: “Esto no puede ser real” se decía, a pesar de que la hierba que
pisaba bajo sus pies, estaba tan fresca y real, y todavía parecía húmeda y
tenía gotas de rocío. A pesar, de que escuchaba cuervos crascitar a la
distancia, a pesar de que veía sombras desplazándose más lejos, entre las
siluetas de árboles oscuros y altos que estaban apegados, y a pesar de que
volteaba unos segundos, y veía la torre de la bruma tras él, alta, como un gran
pilar asomado hacia el cielo. A pesar de que veía todo esto, quería todavía
mantenerse insistentemente en su incredulidad. Era demasiado, como para creer
de la noche a la mañana, todo era demasiado cercano a un sueño más que a algo
real. Además, tenía a Rina caminando frente a él. La observaba de espaldas, y
ella sin duda era real. Era una chica extraña, de cabellos castaños y forma delgada.
Sus ropas oscuras lo hacían dudar, porque realmente parecía una bruja a la
vista. También parecía formada con finura. Pero ella sin duda, era real.
¿Alguien se había infiltrado en su sueño, quizás? Todo lo demás, le parecía,
era falso. Pero todo también tenía un muy certero sabor a realidad.
Después volvieron a la torre, al interior de la habitación
de Rina. Luisel no encontraba demasiado que hacer, pero Rina le hizo preguntas
bastante curiosas sobre su mundo. “¿Qué hábitos tienen las personas?” “¿Sienten
demasiado diferentes a nosotros?”
-¿Ustedes? –Le recalcó Luisel- ¿Por qué te refieres así?
¿Qué son exactamente, “ustedes”?
-Te lo he dicho, yo soy una bruja –respondió Rina-. Una
verdadera bruja joven. Y aquí sólo hay seres oscuros, que habitan en este
mundo.
-Claro –respondió Luisel todavía incrédulo-; la más oscura
pesadilla que he podido tener…
Olvidaron luego el asunto. Luisel debía responder hasta los
detalles más mínimos en las inquisidoras preguntas de Rina. Luego se precipitó
hacia las estanterías, nuevamente. Le causaban gran curiosidad. Sacaba los
libros, y los volvía a hojear, los revisaba enteros. Aunque Luisel no entendía
una sola palabra. Pero se guiaba por los bocetos. Rina lo observaba con
curiosidad, algo divertida. Ella observó un rato, la tarjeta que le había
encontrado a él de identidad. Aparecía el nombre de su ciudad, su nombre
completo, y sus apellidos. Pero a Rina nunca le gustaba aprenderse los
apellidos. Aunque identificaban la familia de la cual se procedía, a veces
pensaba que estaban de más, que eran un poco de sobra.
Luisel se sentó. Tomó el diario de hechizos, con total
libertad, y se puso a hojearlo, con tanta soltura, que Rina ni siquiera le
mencionó que era algo privado. Tanta naturalidad, que terminó dejándolo. Y sólo
lo observó, sonriendo compasivamente. Ojeaba, como rastreando. Pasaba las hojas
rápido. No acababa de entender, cómo funcionaba todo, si es que aquellos eran
hechizos reales.
-Cuéntame de tu familia –le dijo Rina, en una parte de la
noche. Luisel sentado sobre la cama, meditó, y se tomó su tiempo en responder.
La observó, y le dijo, como si fuera a entrar en un tema en profundidad:
-La verdad, provengo de una buena familia. Mi casa es
grande. Siempre me quedo en ella por las noches. El jardín es inmenso, por lo
que suelo perderme. Me gusta estar solo, y ponerme a pensar, sobre muchas
cosas. Quizás soy tan pensador, que en una de aquellas habituales noches
solitarias y oscuras, me he quedado dormido y vine a parar aquí. Quizás estaba
pensando y ahora estoy teniendo un sueño como este… -Rina lo observaba- Pero
bueno, qué otra cosa te puedo decir… Mi familia tiene buen apellido. Son
adinerados. Siempre me he criado en la buena clase. No tengo demasiadas
amistades ni conocidos. Soy un chico de casa. Me gusta leer mucho. Soy algo
curioso, pero indago sólo en lo que debo indagar. No creo en muchas cosas, como
verás, soy incrédulo. ¿Qué hago aquí en primer lugar? No lo sé. Jamás imaginé
que me iba a transportar de un lugar a otro, en una noche. No sé qué anduve
haciendo. Ni recuerdo cómo llegué aquí –expresó sinceramente. Rina sintió que
debía contener la risa, después de toda aquella explicación. Pero también
entendió. Asentía, en señal de que retenía lo que él le hablaba, que comprendía.
-Entonces tu casa es muy grande –le dijo Rina.
-Algo así. Como una pequeña mansión, ubicada entre jardines
inmensos. Hay mucha hierba, por doquier. Sólo hay una salida de la casa, lo
demás está todo tapado por la hierba. Me gusta internarme entre ella, mirar los
cielos, y ponerme a pensar. Sentarme sobre una silla. Algunas noches mirar la
luna. Llevar un cuaderno, ya sabes…
-No, no sé –respondió Rina. Porque ella no tenía esas
costumbres. Aun así, se sostenía la mejilla con la palma, se había inclinado un
tanto, y lo escuchaba con mucha atención. Se adentraba en su charla. En la
profundidad de sus pupilas negras, había un leve brillo de interés.
Rina de pronto, cayó en recuerdos. Se sumergió en su mente,
volviendo a reconstruir aquellas tardes, en que lograba filtrarse en el cuarto
de su tía, cuando ella no estaba. Que por cierto, acostumbraba a salir muy
seguido. Cuando la ventana estaba abierta y entraban las brisas, por lo general
era señal de su ausencia. Por lo general, era señal de que ella había tomado su
escoba y había desaparecido.
Y esas tardes enteras, Rina se pasaba apreciando la bola de
cristal. Lo pequeño que sabía en cuanto a los humanos, lo había sacado de allí.
Se le hacía interesantísimo. Era un tema que se llevaba toda su curiosidad. La
bola de cristal le mostraba los detalles, de la forma de vida de los humanos, y
su cotidianidad. Lo demás, lo adicional que sabía, lo había obtenido de las
largas noches, también enteras, en que se pasaba cubierta bajo su cama, con
gruesos libros estudiando a las personas. Entre su estantería y la hilera de
libros, por supuesto había unos cuantos, que trataban sobre este tema. La mente
de Rina llevaba toda su atención ahora a esto, y se había alejado del momento
por unos segundos.
-¿Estás ahí? –le chispeó los dedos Luisel frente a la
mirada. Rina reaccionó, como cayendo bruscamente a tierra.
-Sí, estaba divagando dentro de mi cabeza… Me preguntaba
cómo será de interesante convivir con otro ser humano. ¿Tendrán costumbres muy
diferentes, a lo que yo acostumbro? ¿Modos de pensar totalmente distintos? Me
intriga qué pensarán de este mundo… Y si yo estuviera en el mundo de las
personas, creo que besaría la tierra. Daría todo por un momento allí.
-Seguramente algún día… -respondió Luisel. Aunque le causó
una ligera gracia lo de besar la tierra. Y Rina le leyó la mirada, y luego de
pensarlo, también le causó un poco. Pero Luisel parecía poco a poco,
voluntariamente, ir dejando la incredulidad; sólo para profundizar más en los
temas- Quizás algún día visites mi soleado mundo –le añadió-. Por ahora, aún me
cuesta creer lo que veo. Pero ve tomando nota, porque yo estoy aquí en tu
mundo, y te puedo asegurar, que todo me parece diferente a lo que he visto, a
lo que estoy acostumbrado a ver… Todo aquí es como una noche particular, con
nuevas cosas, en la que nunca he estado, nunca he vivido.
Una sonrisa satisfecha se formó en los labios de Rina.
Porque ciertamente, aquel era el propósito, con el que había convocado el
hechizo, con el que había traído al humano. Tomar nota, de alguna forma, de sus
conductas. Saber cómo se comportaba; satisfacer su curiosidad. Rina se sentía
curiosa. Y es que debía averiguar, cómo sentía un humano. Sólo para comprobar,
si sus sentimientos eran demasiado diferentes a los de ella. Al final de todo,
todo era por un sentimiento. Porque un sentimiento, había movido a Rina a
llevar a cabo aquel hechizo. El sentimiento, de la curiosidad, de la intriga,
de la decisión de hacer su realidad más interesante, y sus días menos vanos.
Ahora estaba la oportunidad.
Y después de todo, pensaba, ¿qué era lo que marcaba el
contraste entre ambos mundos? Esto lo pensaba Luisel también. Ambos lo
pensaban. Suponían que la gracia era, encontrar las diferencias. La piel de Luisel
se sentía helada, porque estaba acostumbrada al sol. La piel de Rina ya estaba
helada, casi sin vida. Y hasta parecía que había perdido un poco de tacto. Pero
siempre estaba helada, como si la sangre no bombeara por ella. Sólo a veces
recuperaba su color natural, cuando la calidez recorría su piel, cuando el
ambiente estaba agradable.
Pero las heladas incluso para las pieles heladas como la de
Rina, y para la sensible piel de Luisel, se hicieron abundantes y punzantes.
Muy intensas, y entraban por la ventana abierta de la torre, que Rina se precipitó
a cerrar. Entonces ambos se encontraron en el cuarto, indecisos. Rina apuntó
con su varita a la chimenea. Estaba encendida. Y ambos se acercaron, tanto, que
terminaron al lado, y se sentaron. Y recibieron todas las agradables llamas de
la chimenea, sintiendo el calor penetrar en ellos
-Bueno para ser sincero, esta especie de torre parece
agradable, con la chimenea –expresó Luisel de pronto, que ya había comprobado
que se encontraba en un lugar de altura, en una torre. Y en sus ojos brillaban
las chispas del fuego. Se sentía relajado, por aquella calmante sensación del
calor. Rina lo miró unos segundos y asintió.
-Sí… Mi lugar siempre es agradable –dijo ella, y se apoyó el
rostro en la palma, y se acomodó, frente a la chimenea. También inmersa, vio el
fuego arder, como con una expresión de ternura.
Estuvieron un rato entre esa oscuridad, viendo la chimenea
arder, como un proceso que los entretenía y los abstraía. Apenas se percataron,
cuando unas pequeñas criaturas como duendes luminosos, comenzaron a hacer un
baile, y tomados de los brazos, pasaron así danzando, acercándose al fuego,
mientras miraban a ambos. Rina se percató de pronto, casi boquiabierta, y Luisel
también se sorprendió. Pero Rina estaba atenta a la impresión de Luisel, aunque
los dos no alcanzaron a decir palabra, y los duendecillos, todavía tomados de
los brazos, muy alegres, saltaron hacia el fuego, sacrificándose todos ellos, y
comenzaron a arder. Y el fuego se avivó aún más. Entonces, se volvió muy
cálido, y Rina junto a Luisel se sintieron muy abrigados.
-¿Qué fue eso, aquellos seres eran una especie de
combustible? ¿Lo hiciste tú? –preguntó Luisel con sorpresa, observando el fuego
todavía, por si veía aparecer a alguno de esos duendecillos.
-No –respondió Rina-, no los hice yo. Viven aquí. Les gusta
mucho el fuego, les da placer. Ahora se han lanzado a él, pero a nosotros nos
sirve, porque así el fuego se vuelve más fuerte, y por lo menos, no tuvimos que
haber ido a buscar madera.
-Fue chistoso –admitió Luisel, con algo de gracia. Y Rina,
también se rió. Aunque Rina pensaba que aparte de ellos, la torre de la bruma
había estado desolada. Y ahora, con aquellos duendecillos extintos, que habían
andado merodeando por la habitación, bajo la oscura cama de Rina, la torre de
la bruma volvía a estar desolada y tenebrosa, tal como a Rina le gustaba,
aunque causando una pequeña sensación de tristeza. Pero pronto se pasaría, sólo
era algo momentáneo.
Luisel apenas sonreía, de pronto. Se le había ido el
entusiasmo. Entonces le preguntó, qué harían a Rina, para que no se aburriesen.
Rina pensó un momento. No se irían a aburrir, había demasiadas cosas que hacer.
-¿Conoces alguna playa? Tengo ganas de visitar el mar –dijo
de pronto el humano. El mar sería lo único que le iría a recordar su mundo,
apenas lo viese. Rina se puso a pensar, y lentamente recordó. Asintió, y le
dijo que sí conocía un mar.
-Pero te puede resultar algo diferente… -le hizo saber- Pero
vamos para allá. Pasaremos un rato agradable.
Ambos salieron por la ventana. Esta vez, Rina más que todo,
no quería salir con hechizos, ni cruzar tediosos pasillos. A Luisel en el fondo
le daba igual. Pero Rina quiso buscar un camino diferente. Treparon por el
marco de la ventana helada, y por allí se deslizaron. Entonces se les abrió una
nueva vista, y entre la noche, vieron un montón de quejumbrosos y polvorientos
tejados, de muchas casas distribuidas en hilera, que parecían interminables.
Eran las casas de los seres, vecinos de Rina. Los tejados eran quejumbrosos,
porque en cuanto ponían pie sobre ellos, las tablillas crujían. Rina junto a
Luisel, con mucho cuidado, recorrieron por los tejados, bajo el firmamento
negro, y el horizonte estaba lleno de detalles, y tenían una vista bonita.
Avanzaban, manteniendo el equilibrio, para ir directo por los tejados, mientras
se daban cuenta de lo intensa que era la noche. Unos grillos metían ruido a la
distancia. Ambas siluetas avanzaban por los tejados. Las ventanas de los
hogares, mostraban las luces encendidas, habitadas por criaturas desconocidas,
extrañas, que podían variar. Rina sabía que en su mundo, siempre se podía
encontrar lo inesperado.
Rina avanzaba por el borde de un tejado, cuando volteó la
cabeza, para observar hacia las calles. Por allí, por entre el borde de un bajo
muro de piedra, paseaba la sombra de un gato. Vio a Rina, y le maulló desde la
distancia. Luisel continuaba caminando, adelante ahora, manteniendo el
equilibrio, pero a la vez también volteó, con curiosidad por meterse en el
asunto, y le preguntó:
-¿Es tuyo ese gato?
-Es una gata –respondió Rina. Y dirigió la mirada hacia la
mascota, y le gritó: “¡Purpúrea, ven aquí!”-. Es bastante malcriada, por lo
demás –añadió. La gata solamente la miró, y se quedó inmóvil, sin hacer nada.
Tenía el pelaje de un color rozando el púrpura, pero un poco más oscuro; a eso
se debía su nombre. Pero daba más al púrpura en todo caso. Rina la había
recibido una noche de navidad. Su tía se la había regalado, envuelta la pobre
animal, luchando por destrozar el envoltorio de regalo, que cuando llegó, vino
hecho trizas.
Purpúrea se retiró. A Rina nunca le había gustado demasiado
pronunciar este nombre, pero a la hora de compararlo con la gata, iba muy bien.
Su pelaje relucía por las noches. La gata se había ido, y continuaba
vagabundeando. Rina le aclaró a Luisel, que aquella podía ser su gata. Pero
casi todas las noches se escapaba, y no volvía dentro de varias horas. A veces
se alimentaba en otros lugares. Purpúrea podía sobrevivir sola. Y sólo cuando
se dignaba a volver, volvía a ser la gata de Rina. Por eso Rina le decía, que
quizás, podía ser su gata, sólo cuando ella se acordaba, que tenía dueña.
Rina presentía, que se iba aproximando un término, alguna
clase de final. Pero no sabía de qué tipo, no sabía qué esperar. Pero de lo que
sí tenía certeza, es que tenía un presentimiento. Algún tipo de presentimiento,
que por ahora, no podía descifrar.
Se toparon con ramajes de algunos árboles oscuros frente a
sus rostros, que fueron desenmarañando, a medida que avanzaban. Y comenzaron a
llegar hasta un nuevo lugar. Como si de alguna forma hubiera amanecido,
apareció la luna llena, contemplándose más intensamente, más despejada de los
cielos cegados en oscuridad. Era lo equivalente, a que hubiera salido el sol,
en cualquier parte del normal mundo humano. Pero aquí, lo más que llegaba a
iluminar, era la clara e intensa luna llena. Por eso, era lo equivalente, a que
la luz más iluminadora, apareciera. Entonces los cielos se aclararon,
ligeramente, con una pizca apenas de luz. Pero al fin y al cabo, se aclararon
un poco.
Ambos recorrían el nuevo lugar, atravesando un sendero, que
los llevaría a una parte diferente, cuando ya la hilera de casas se había
terminado, y ya se estaban alejando de los lugares habitados. Como siempre, por
entre la frondosidad de algunos árboles, se podía observar la torre de la bruma
lejana, alzada al cielo, con la niebla cubriéndole la punta. Y las luces de las
partes pobladas, de las ventanas iluminadas, creaban un cálido resplandor un
poco a la lejanía. Ahora debían atravesar una parte en oscuridad, entre varios
árboles. Ambos iban medio cansados. Luisel se había detenido a respirar,
llevándose la mano al pecho, y entonces le dijo a Rina, que iba adelante:
-Oye, Rina… Y tú, ¿vas a la escuela?
Rina lo miró con curiosidad, por dos cosas. Primero, porque
Luisel estaba pronunciado su nombre, Rina. Pensaba que se le había olvidado
decírselo, pero luego recordó, que mientras estaban en la torre de la bruma, se
lo había dicho. Tenía que mencionárselo, porque aunque ya se le hubiera
presentado como una bruja, debía decirle el nombre, que era una de las cosas
más importantes. Ahora Luisel la reconocía. Aunque los nombres en las memorias
permanecieran sólo por un instante, era algo necesario saberlos. Lo segundo que
le causó curiosidad, fue la pregunta de Luisel. Era algo inesperado. Rina
esperaba, que el humano fuese a estar tan impresionado, que por poco se le rompiera
el orden en que tenía a las cosas en su mente, en cuanto se encontrara en un
mundo tan diferente al suyo. Pero como a Rina le causó sorpresa, él esperaba
que incluso en aquel mundo de ella, hubiera alguna clase de escuela. Donde como
debió de haber supuesto, ella debía instruirse. Una ágil mente. Rina lo
advirtió enseguida.
-Sí, pues quizás como pensaste antes, incluso en este mundo
pueden haber escuelas. Sí, efectivamente sí asisto a una. Pensaba mostrarte
este mundo, y la escuela es parte de ello. ¿Quieres que la vayamos a visitar?
-Bueno –respondió
Luisel, satisfecho ante su perspicaz mente, su rápido pensamiento. Además ya
estaba más intrigado, más interesado que antes. Poco a poco, se iba sumergiendo
más en este mundo tenebroso, este mundo en el que habitaba Rina.
Más tarde, entre la selva de ramajes y lianas de frondosos
árboles asomándose, con la intensa oscuridad de fondo y el cielo descubierto, Rina
junto a Luisel continuaban avanzando. De repente, ciertas arañas pequeñas
aparecían desde los troncos de los árboles. Algunas, con el tamaño de una
tarántula, amenazando con saltarles a los brazos. Otras veces había cuervos, o
pájaros extraños de diversos colores, reposando en delgadas ramas.
De pronto por tanto avanzar, Luisel se comenzó a cansar.
Además que tenía que estar constantemente atento, por las arañas saltadoras.
-Ah, Rina, ya hemos avanzado mucho. ¿Falta mucho para
detenernos?
Rina que iba a la delantera, volteó. “No”, le respondió, y
lo invitó a asomarse a mirar hacia adelante. Entre la cobertura de árboles,
abriéndose en un camino, estaba la institución, la escuela de brujas. Y allí
había un prado con algunas flores nocturnas, donde fueron adentrándose.
Llegaron y Rina entonces recordó.
-Pero hay un problema –le dijo-. La escuela está llena de
brujas instruidas y astutas. Detectar la presencia de un humano no les sería
difícil. No podremos entrar a la escuela juntos. ¿Te parece si nos quedamos
aquí?
Luisel estaba algo maravillado, observando la estructura de
la institución. Blancos pilares, y toda aquella oscuridad, y profundos pasillos
que se perdían a la distancia. Rina añadió:
-Por lo menos hay un vestíbulo, donde sí podemos estar.
-No hay problema –respondió Luisel algo entusiasmado-. No me
importa demasiado aunque sea, quedarme aquí.
Llegaron hasta aquel vestíbulo. Era un espacio largo, pero
algo angosto. Casi como un pasillo, pero había espacio suficiente para que
estuvieran ambos, y en medio de la muralla, reposaba una ventana. Rina invitó a
Luisel a adentrarse más, y quedaron frente al cristal de dicha ventana.
Entonces Luisel se perdió un momento observando. Se adentraba con la mirada.
-¿Qué habrá atrás de todo aquello? –se preguntaba, ante la
barrera de profunda oscuridad que había más allá, donde alcanzaba a llegar la
vista. Rina pasó adelante, ocupó el puesto en la ventana, y mientras observaba
le respondía.
-Más allá, hay mucha más oscuridad, por supuesto. Pero son horizontes
tenebrosos, algo diferentes. Más allá, hay más escuelas. Por allá donde te
llega la vista, está la frontera con el mundo de tinieblas. Allá está la
Escuela de Vampiros, que es conocida por este lugar. Hace muchos años estuve
allí ya. No recuerdo demasiado bien, pero nadie puede ir. No es bien vista la
presencia de brujas por allá…
-¿Y no hacen intercambio de alumnos? ¿Vampiros, dijiste?
–Luisel pensó un momento- Sí, intercambios, ¿enviar una bruja y que algún
vampiro venga de allá?
Rina se intrigó ante aquella pregunta. Caviló un momento, y
le respondió:
-No, claro que no. Sería una muerte segura. Los vampiros son
agresivos, y las brujas son mañosas, y les gusta hacer maldades. Ninguno de los
dos sobreviviría en la escuela diferente.
-Ya veo… -asintió comprendiendo Luisel. Luego, abandonaron
aquel vestíbulo. Volvieron al prado, donde estaba el pequeño jardín de entrada
a la institución. Le había intrigado a Luisel, mirar más allá de la ventana.
Deseó por un momento, haber visitado el mundo de tinieblas. Aunque, ¿cuál era
la diferencia, entre aquel mundo y éste? Ambos le eran ya bastante tenebrosos,
aunque no conocía el de tinieblas, pero se le hacía semejante. Seguro la
oscuridad era cegadora, igual que aquí. Quizá la única diferencia, es que aquí
había seres fantásticos, extraños y brujas. Y quizá en el otro mundo, había
vampiros, y algo más por allí, siniestro.
Este mundo le parecía más peculiar. Hasta le agradaba. Pero
todo aquí era lo inesperado. Con cada paso se encontraban con cada criatura extraña,
y tenía a cada momento una sensación de ir descubriendo cosas nuevas. Estaba
seguro de que si hubiera llevado su cuaderno, a este mundo, habría pasado
inspirado cada segundo. Pero era sólo un pensamiento. Cayó de vuelta a la
realidad, y allí estaba Rina frente a él, esperándolo.
-Y ahora, ¿quieres que vayamos a la playa?
-Sí, claro –respondió Luisel. Aún continuaba interesado.
Entonces se marcharon de aquel pequeño jardín. Por el camino, se iba charlando
con Rina. Le preguntaba cosas tales como, si ella disfrutaba de hacer maldades,
como las otras brujas. Rina era muy sincera con sus respuestas, pero a veces
omitía información, tal como que el propósito de haberlo traído a su mundo, era
una de sus maldades.
-Claro, todas las brujas disfrutan divirtiéndose, para eso
están los hechizos –le decía.
La noche transcurría rápidamente, pero a la vez a ellos
parecía hacérseles eternas. Llegaron hasta la playa. Rina se instaló en la
suave, blanda y helada arena, de un color blanco, sin vida. Luisel apenas
llegó, sintió que la mirada se le iba hacia el mar. Como un niño a quien le
llaman la atención, se dirigió, como hipnotizado, hacia las aguas. Rina sólo lo
miró, satisfecha por verlo tan interesado.
Luisel llegó, hasta la orilla, donde comenzaba el agua.
Podría haber jurado, que aquella era gasolina, un mar de gasolina. Las aguas
eran negras, y espesas. Tanto, que parecían un abismo. Eran tan espesas, que
pensaba que si se hubiera llegado a sumergir en el agua, ésta lo habría
tragado, dejándolo sin retorno, y lo habría arrastrado a la profundidad. Por
eso tuvo algo de miedo, y tuvo mucho cuidado, de no asomar ni la punta de sus
pies siquiera, a aquel mar, que se extendía lentamente, con sus sutiles olas.
Cuando ya tuvo satisfecha su curiosidad, volvió algo cansado
hacia donde Rina, que esperaba en las arenas. Rina estaba cuidando sus cabellos
castaños. De pronto, se había puesto su sombrero de bruja. Esto causó que
Luisel, la viera muy diferente a como estaba antes. El sombrero la hacía ver
muy diferente. Le preguntó por qué se lo había puesto, y qué era lo que tenía
entre sus brazos. Rina estaba tendida, y había dejado a su lado su escoba,
después de haberle estado quitando el polvo.
-Es mi escoba. Seguramente ya te parecerá consabido, que las
brujas pueden volar.
A Luisel le chispearon los ojos con interés.
-No me digas, ¿puedes volar?
-¿Quieres que lo intentemos? –le preguntó Rina, y preparó su
escoba. Ella se montó adelante, y Luisel en la punta, atrás, apenas se afirmó a
su cintura. Rina entonces comenzó a tomar altura, sosteniéndose su sombrero de
bruja y ajustándoselo para que no se le cayera. En un segundo después, ya
estaban sobrevolando toda la playa. Luisel se sentía dichoso, y se sentía feliz,
de poder creer que tenía la capacidad, de estirar su mano, y que podía tocar
cada estrella en el cielo. Rina también sonreía, por lo motivado que lo veía. Y
ella acostumbrada, disfrutaba el vuelo, pero se le hacía tan divertido, como la
primera vez que había volado en escoba.
Luego descendieron. Rina dejó su escoba de lado, y exhaló,
cansada. Y Luisel también, estaba jadeante. Rina ya estuvo bien después, y se
escondió la escoba entre sus ropas, haciéndola desaparecer bajo ellas con un
hechizo. Luisel hizo un gesto de sorpresa, pensando que a ella nunca se le
acababa la magia. Siempre lo sorprendía. Descansaron un rato sobre las arenas
luego, un rato en que miraron los cielos, y se quedaron dormidos por unos
minutos, casi una media hora.
Luego, cuando Luisel despertó, se percató de que Rina ya
había despertado, y continuaba mirando a los cielos, callada y sonriente.
Entonces le preguntó, qué irían a hacer ahora.
-La noche es larga, como ya sabrás –le dijo Rina-. Quizás
aquí en este mundo, se te puede hacer todavía más larga. Verás, ahora que
recuerdo, pronto habrá una festividad de brujas. Un Halloween, en este mundo. Y
me gustaría concluir la festividad con broche de oro. Por lo que me gustaría
adornar mi torre de la bruma.
-Suena interesante –le respondió Luisel-. En mi casa siempre
celebran Halloween, y la adornan toda. Con lo grande que es, se hace todavía
más inmensa, entre tantas decoraciones, y luce deslumbrante. La mayoría de los
invitados quedan maravillados.
-Qué perfecto –apreció Rina-. Pero ahora, ¿quieres ayudarme
a mí a decorar mi lugar?
-Bueno, ¿qué quieres que hagamos?
-Espérame –le dijo Rina-, mientras busco el dinero. Conozco
una feria cercana. Dame un momento, que rebuscaré por aquí… -y se alejó entre
la blanda arena, hasta un rincón oscuro, donde sacó un bolso que traía, de
cuero. Allí, entre la profundidad que parecía interminable del bolso, comenzó a
buscar su dinero, que consistía en unas cuantas monedas de oro. Mientras lo
hacía, e iban pasando los segundos, Luisel se decidió a esperar. Se llevó las
manos a los bolsillos de la chaqueta, y se puso a contemplar el cielo, haciendo
intentos por silbar una ligera melodía. Entonces, sus manos se toparon con
algo. Extrañado, se dio cuenta que había dado con algo en su bolsillo. Pero
volteó ligeramente, y Rina todavía continuaba inmersa en su bolso. Entonces
Luisel, comenzó a ver de qué se trataba, una carta, que había sacado de su
bolsillo, y la desenvolvió.
-Vaya, quizás desde cuándo esto estaba aquí… -se dijo. Se
dispuso a leerla:
“Mi estimado sobrino:
Peligras, has de saberlo. Tu suerte peligra, porque estás
ahora mismo frente a la desgracia. Yo ya sabía de todos estos sucesos. No te
fíes nunca de Rina. Sé que ella es una bruja; sé que ha estado espiándonos, a
través de una bola de cristal, desde su mundo, hasta el mundo humano, el
nuestro. Sé lo que trama. Así como ella nos ha vigilado, yo también la he
vigilado. He logrado imitar una bola de cristal parecida a la de ella, a través
de estos años. Confía en mí. Rina es peligrosa. Te seducirá, con sus aparentes
encantos, y cualidades atractivas, y toda su gama de hechizos, y te irá
conduciendo lentamente hasta un destino nefasto. De verdad, no es sólo un
capricho mío el que te diga esto, sino que es una desconfianza. ¿No te has
preguntado, por qué de la noche a la mañana, has tenido este sueño? Porque a ti
te puede parecer un sueño. Aunque ahora debes estar seguro que es real. Apareciste
en otro mundo. Lo sé, es difícil de creer. Pero sólo te has dejado llevar, como
un niño ilusionado. Has creído casi todo lo que te han metido. Sólo te has
ocupado de sorprenderte, deslumbrarte con cada cosa, y estás despierto a cada
detalle que se te presenta. Pero este sortilegio, ¿no se te hace tan repentino
e hipnotizador? ¿Por qué has caído tan fácil en sus mañas, sobrino? El capricho
es de ella, de haberte traído hasta su mundo. E irá consumiéndote lentamente,
hasta verse ya satisfecha, hasta haber tenido su entretenimiento. La verdad
puede doler. Sólo te has transformado en una entretención. Sal de allí lo más
pronto que puedas sobrino, las intenciones de aquella bruja no son para nada
buenas.
No te fíes nunca de Rina.
Leandro”
Claro. La primera sensación para el lector de la carta,
quizás para Luisel, aunque le sonaba bastante convincente, era que la carta
primeramente estaba llena de rencor. Un odio ciego, una aversión hacia Rina.
¿Pero con qué motivo, toda aquella repulsión? La carta era de su tío Leandro.
Su tío era de confiar. Era un hombre muy inteligente, que se había marchado
años atrás a las montañas, a aprender de la hechicería. En la familia lo habían
calificado como un loco, como un ermitaño. Luisel hablaba con él, una vez cada
dos meses, por lo menos. No le hacía ningún daño el contacto con él, las
charlas que tenían. Es más, siempre consideraba que aprendía muchas cosas.
Había ido forjando una confianza con su tío. Y ahora, esta carta preventiva,
realmente lo hacía pensar, lo hacía alertarse ante algún peligro.
-Ya encontré las monedas –dijo Rina de pronto, sosteniendo
entre sus manos unas relucientes monedas de oro, que brillaban a la distancia,
encerradas en su palma. Luisel le había dado una mirada disimulada. Con mucho
cuidado, había envuelto la carta, y se la había vuelto a esconder en el
bolsillo de la chaqueta. De allí en adelante entonces, pretendió naturalidad.
-Qué bueno, me alegro. Ahora podremos ir a aquella feria que
mencionaste –le dijo a Rina, pero mientras tanto en su interior, la desconfianza
comenzaba a crecerle, y sus pupilas, ya no se fiaban tanto. Veía a Rina ahora,
como una secreta enemiga.
Leandro, su tío, había habitado en la casa de Luisel,
aquella como una pequeña mansión, por varios años atrás en el tiempo. Pasaba en
los jardines también, llevaba un cuaderno, reflexionaba. Le gustaba demasiado
la soledad. No le agradaba mucho la gente, prefería retraerse a un lugar
tranquilo, y comenzaba a pensar, a la vez que se relajaba, con lo que le
gustaba estar en contacto con la naturaleza, y las plantas que había, muchas de
ellas, sembradas por él mismo. Cuando llegaba alguien más de la familia, él
alejaba a aquella persona. Al único que desde siempre había aceptado, era a
Luisel. Quien por cierto, quizá había heredado las costumbres, o quizá le eran
innatas, de también tener sus momentos de reflexiones, él y sus pensamientos,
en tranquilidad. Sólo que él gustaba de las noches más que todo, porque se le
había vuelto un hábito, complementar sus pensamientos con los cielos
estrellados. Su tío lo hacía por las mañanas, y gran parte del día. Había
tomado tanto cariño por la naturaleza, y su acogedora soledad que llenaba de
pensamientos, que había tomado la decisión luego, de que se hubo ganado la
ojeriza de los habitantes de la casa, de marcharse, a las montañas. A llevar la
vida de un ermitaño. Nadie se opuso; sólo Luisel se vio mediamente afectado. Lo
comenzó a ir a ver con el tiempo. Allí empezaban a surgir sus charlas,
interminables conversas mientras la tarde caía, en lo profundo del cerro.
Pero ahora Luisel se preguntaba, ¿cuáles eran los propósitos
de su tío? Realmente, parecía, se había transformado en un vidente, escondido
en la montaña. Quizá cuánta magia tenía a su disposición y escondía. Pero lo
que era cierto, es que su carta contenía varios indicios sobre Rina, cosas que
eran verdaderas, casi como presagios. Por lo que la carta le pareció una
advertencia, una mala señal de lo que iría a ocurrir. No podía evitar percibir
un cierto odio por parte de su tío hacia Rina en la carta, pero igualmente
Luisel, iba a mantenerse a la defensiva. No perdía nada, con prevenir ante
Rina, aunque todavía no decidía lo que iría a hacer, y ahora la tenía que
acompañar, a la feria a la que habían quedado de acuerdo en ir. Y la noche
continuaba transcurriendo…
Su tío había sido un hombre joven, bien parecido. Con los
años que se había ido a la montaña, le había surgido una tupida barba, que
acogía pelusas y canas. Su mirada se había vuelto más seria, más amargada. Ya
tenía un rostro más sombrío, y parecía un viejo escuálido, aunque esos eran sus
tiempos más críticos. Había otras temporadas, en que se alimentaba
suficientemente bien de los frutos de la montaña, y ya lucía más grueso de
carnes. Sabía cuidarse. Pero Luisel se preguntaba con horror, si él también
iría a terminar así, con aquella apariencia. No quería esperar eso.
-¿Queda demasiado para llegar a la feria? –le preguntó de
pronto Luisel a Rina por el camino, ya agotado por la extensa noche. Iban por
un terreno escabroso, sumido en tinieblas. Cansaba los pies, andar por suelos
tan irregulares, topándose con piedras y tierra dura. A veces había una que
otra maleza por allí.
-No, no falta demasiado, para llegar a la Feria Macabra, así
es como le llaman. Venden toda clase de decoraciones extravagantes, oscuras,
decoraciones hermosas para mi gusto, todas ambientadas en la celebración de
Halloween, y muchas otras cosas por el estilo. Siempre que voy, siento deseos
tremendos de gastarme mi dinero y comprarme todo allí. Es una feria atractiva,
encantadora a los sentidos.
-Vaya… -respondió Luisel, dio un respiro, y siguió
caminando. Ya tenía las piernas cansadas. Pero continuaba pensando, con las
esperanzas, de que realmente faltase poco para llegar, y contemplaba a Rina,
avanzando delante de él, cada cierto tiempo.
Ya a lo lejos, entre la oscuridad nacían unas intensas
luces, que surgían donde comenzaba el horizonte, hasta donde llegaba la vista. Como
la oscuridad abundaba en todo lo que rodeaba, aquellas luces que se veían al
final eran lo único que destacaban, y llamaban intensamente la atención. Rina
sonrió, satisfecha, con una pizca de misterio, sabiendo de qué se trataban.
Luisel miraba alucinado, aquellas luces que cada vez crecían más, y se volvían
más altos que ellos. Eran unas luces entre varias tonalidades, pero en las
cuales, tomaban más parte el amarillo, y un intenso naranja, dulce. Entonces
iban llegando. Rina le decía:
-Es sólo la luminosidad de la Feria Macabra. Ya verás, es
muy atractiva.
Luisel asintió, comprendió. Iba muy callado. Demasiado
silencioso, por la sensación que le había dejado la carta, que pretendía
guardar en secreto, o callar, hasta que se diera el momento, de manifestar su
descontento, su sentir contenido. Entonces la oscuridad pareció apagarse,
cuando cruzaron un umbral. Sobre sus cabezas, se asomaban unos gruesos mantos
marrones. Luisel observaba todo cuanto había sobre su cabeza, y a sus lados. Ya
se iban adentrando, en la feria macabra.
Aquellos mantos marrones sobre sus cabezas, y cubriendo las
tiendas, servían de toldos. Tras los mostradores, habían unos brujos, con los
rostros cubiertos por sus capuchas, con las mangas una dentro de otras, y jamás
saliendo de sus puestos. Permanecían muy en silencio. Sólo ofrecían sus
palabras, si es que se acercaba algún cliente. Luisel de pronto miró a los
cielos. Estaban helados, y algunas nubes se asomaban. Ya su presentimiento se
iba haciendo más fuerte, y entonces sólo miraba a Rina, esperando. Esperando,
que sucediera algo, cuando él decidiera ya decirle sus palabras, respecto a lo
que había leído.
Pero mientras, no era el momento. Observó a Rina, que
avanzó, algo fascinada. Y llegó hasta el primer puesto, donde sobre un altar,
había nada menos que calabazas, que eran uno de los productos favoritos de Rina
para la decoración, y por supuesto, quizá el más simbólico para el motivo de
Halloween. Había distintas calabazas, todas brillosas y de variados tamaños.
Rina tomaba las que le parecían más espeluznantes. El vendedor encapuchado tras
el mostrador, con una voz grave le dijo “toma la que quieras…” y Rina, sacó
tres, que echó en su bolso. Había hechizado su bolso, de manera que ahora tenía
una profundidad inacabable. Entonces, podía echar cuanto quisiera, que hubiera
comprado. Tres calabazas llevó, depositó las monedas de oro en las manos del
brujo, y continuó adelante.
Había varios puestos, todos con distintas decoraciones y
artículos. Le llamó enseguida la atención entonces, otro puesto, donde
aguardaba un encapuchado más alto, y mucho más siniestro que los otros, con
unas manos esqueléticas, y que a su lado sostenía una inmensa hoz. Era la
representación de la muerte en su forma. Pero quizá no era la muerte verdadera,
quizá sólo era un mensajero. Rina fue hasta donde él, y con la personalidad que
tenía, le preguntó dónde estaba la muerte. El encapuchado la miró, con su
rostro que era sólo sombras, y le respondió:
-La muerte, que es mi señora, está en el más allá, en su
respectivo lugar –y entonces guardó silencio. Rina comenzó a observar la
mercancía. En la mesa, cubierta por un mantel gris, había más copias de la hoz
que tenía él, pero de tamaños más pequeños, simples ejemplares. Había por lo
menos unas cinco. Rina, como quería estar preparada con la decoración, y contar
con lo que sea que pudiera necesitar, llevó por lo menos una. Y algunos
observaron impresionados, cómo metía la hoz al bolso que llevaba,
introduciéndola, y hundiéndose en la profundidad hasta que no quedó ya nada de
ella.
Luisel iba muy silencioso. Hasta que por último, Rina llegó
al puesto postrero. Allí no se esperaba lo que iría a encontrar, pero se lo
encontró: En el puesto había una larga mesa, cubierta por un mantel negro, con
unas curiosas flores encima, que le llamaron la atención, pero aquello pudo
esperar, porque otra cosa también le llamó la atención: En el interior del
puesto, nadie parecía estar atendiendo. Pero a la salida, había un espigado
espantapájaros, con un rostro siniestro y burlesco. Era Mabro. Y apenas vio a
Rina, la reconoció. Rina reaccionó con fastidio. No era algo esperadamente grato.
-¿Qué hace la señorita Rina por estos lares? –le preguntó,
con aquella disimulada burla que tenía en su hablar- ¿Ha venido a gastarse su
dinero, en las diversas mercancías que hay por aquí?
-Mabro no me fastidies. ¿Qué vendes? –le preguntó Rina.
Mabro con uno de sus brazos, cuyas mangas acababan en
cientos de dedos de paja, le mostró la mesa tras él, en las cuales reposaban
unas abiertas, anchas flores amarillas, de alargados pétalos y un ondulado tallo
estirado. Era flores que estaban demasiado marchitas, aunque al grado en que lo
estaban, aún parecían ser flores vivas, que respiraban. A Rina le habían
llamado ligeramente la atención. Mabro
le estiró su mano con aquellos hilos de paja, en la que sostenía unas semillas
con la forma de las mismas flores, pero en más reducido tamaño, como una marca para
identificar aquellas semillas. Eran flores que él mismo cultivaba. Y afirmaba, que
eran su propia creación. Aunque bien podía haberlas comprado a uno de los
muchos extraños que pasaban por su extenso campo.
-Este es mi cultivo favorito. ¿Recuerdas cuando anduviste en
mi campo? Seguro viste mis calabazas hechizadas de cuyo interior salen monedas
de oro. Estas flores harán exactamente lo mismo. Sólo que lucen más bien, y
adornarán cualquier jardín. Se verán muy lindas. Con estas te podrás hacer muy
rica. Si deseas, te puedo hacer un precio, mi estimada Rina.
Hablaba con una voz de suavidad, con una finura tan
pretendida, que a Rina realmente la enervaba. Pero Rina debía sólo soportarlo, no
mostrar una impulsiva rabia. Ya se tranquilizó más, cuando Mabro le hizo una
oferta.
-No tendría problema, en hacerle un precio a mi estimada
señorita Rina… –rió, con una especie de insidia escondida-. Tómelas, y no se
preocupe por el dinero, que esta noche te las entrego baratas.
-¿Puedes dejar de hablarme ya como si fuera una persona
mayor? –le dijo Rina fastidiada, y le arrebató las semillas de sus hilachas de
paja que tenía como dedos. Mabro se rió disimuladamente con malicia.
Rina había tomado cinco semillas, y le pagó las
correspondientes monedas de oro. Luego, pensaba, las iría a plantar en su
jardín, atrás de la torre de la bruma. Se verían muy bien, cuando aquellas
semillas ya produjeran esas crecidas flores de aspecto marchitas, y con el
tiempo, irían entregándole las monedas de oro, que se habrían de hacer más
habituales cada vez. Y nada mejor, que tener una especie de flores, que fueran
entregándole dinero temporalmente.
Rina suspiró. Después de haber concluido aquella transacción,
ya estaba aliviada, y dejó a Mabro atrás, dándole gracias al cielo por no tener
que encontrarse ya más con ese aborrecible espantapájaros, con quien ya había
tenido la desgracia de encontrarse. Por lo menos una vez en la feria macabra,
como era el destino a veces –pensaba Rina con pesimismo-, tenía que encontrarse
con aquel cargante.
Luisel ya estaba cansado, y ya no estaba aguantando más, la
incomodidad de la secreta tensión que tenía por dentro. Miraba cada tanto a la
luna sobre el cielo, preguntándose cuánto faltaría ya para que la noche
acabara, porque se estaba ya quedando sin fuerzas. Miraba, y buscaba
esperanzas. De pronto, viendo a Rina que iba caminando delante de él, llevando
las mercancías que había comprado, sin aguantar ya mucho la fatiga, le dijo:
-Rina, ya hemos estado mucho tiempo aquí… Dime, ¿cuándo
piensas ya volver a la torre de la bruma? Para decorarla, digo.
Rina lo miró, como si se hubiera vuelto a percatar de que
efectivamente él estaba allí, como si por un segundo, se hubiese olvidado de su
presencia. Lo miró, con extrañeza, todavía distraída por el encanto que le
producía la feria.
-Oh sí, creo que ya no me queda demasiado por comprar. Con
estos adornos será suficiente… Debes
estar cansado, Luisel… -y lo miró con una especie de compasión.
Luisel asintió, pero no dijo más palabra. No le gustaba dar
lástima, o parecer que la daba. Tuvo que esperar un momento más, intentando
tranquilizar sus ansias con el silencio. Rina mientras tanto, se sentía a gusta
en cierta parte, porque no tenía que cargar con las cosas que había comprado,
sino que las echaba a la incalculable profundidad de su bolso hechizado.
Entonces sonreía, e iba satisfecha, por todas las cosas que había adquirido, de
su agrado. Llevaba muchos adornos temáticos para Halloween, entre otras cosas,
habiendo aprovechado también, de comprar materiales y artefactos que siempre
necesitaba para sus hechizos. Y luego ambos se percataron que ya iban llegando
al final de la feria. Luisel entonces se detuvo. No quería lidiar más con el
combate que se estaba llevando dentro de él, en sus entrañas. Ya tenía que
revelar la verdad, porque la presión intrínseca que llevaba se acrecentaba. Se
sintió remecido por un malestar. Pero ya estaba allí, ya se había detenido, y
Rina, con su aguda intuición de bruja, ya había percibido que llevaba una
evidente molestia, que algo estaba disimuladamente mal.
-Ya basta –dijo, y se mantuvo desafiante, quieto en la
posición en que estaba, observando a Rina, y negándose a dar un paso más. Aguardando,
con seriedad. Rina volteó, conservando todavía su eterna calma.
-¿Cuál es el problema? –preguntó normalmente. Pero algo que
observó en los ojos de Luisel, una especie de fiereza intensa, la hizo
comprender enseguida, que su gesto era en serio, que algo estaba descolocado,
que algo lo turbaba. Y aquellos ojos, hicieron crecer el recelo en Rina. Ya su
mirada comenzó a reflejar extrañeza. Rina instintivamente, hizo un ademán casi
de retroceder un paso, pero decidió quedarse allí mismo. Y Luisel parecía resoplar
de la furia, estaba agitado. Rina podía percibir el odio en su mirada. Podía
percibir, que él ahora, quizá la odiaba.
-¿Qué es lo que anda mal, Luisel? –le preguntó Rina, con un
ligerísimo rastro de temor quizá en su voz, que quería disimular; con una
ligera sensación trémula en su garganta. Pero entonces se dio cuenta que su
propio nerviosismo estaba dominándola, y se irguió, por un momento, se decidió,
como una bruja que era, y el carácter que ello exigía, y también le
correspondió a Luisel, con una mirada intensa. “Ahora tiene que explicarme, qué
sucede” pensó resueltamente.
-Esto… es lo que sucede –expresó Luisel con un claro tono de
aversión, de hasta asco. Era tan repentino aquel resentimiento. Y entonces con
una de sus manos, recorrió los bolsillos interiores de la chaqueta que llevaba.
Sacó un sobre blanco, y lo arrojó con violencia, lo tiró a los pies de Rina. Rina
se mantuvo allí, contempló el sobre, pero supo que no era lo más conveniente
recogerlo en aquel momento. Entonces Luisel sin deseos de verse interrumpido,
ni apaciguado por el silencio, le dijo:
-¿Sabes lo dañina que puede ser una mentira? Ha llegado la
verdad hasta mí, por medio de aquella carta –dijo, señalándola con la mirada-. ¿Con
que buscabas sólo un rato de diversión? ¿Qué hubieras hecho conmigo luego,
abandonarme en este mundo, o luego quizás me desterrarías de vuelta al mío,
sumido en un olvido? Quizá me habrías hechizado para que lo olvide todo. O
quizá el tiempo se hubiera encargado de eso, cuando me hubieras tenido transformado
en una especie de muerto a tu lado, sin consciencia ya, y hubiese estado ante
tus designios, hubiera sido un sujeto de prueba para tus hechizos, y siempre
estuviera bajo tu control… Ya sé que me has manipulado, tuviste que sacarme de
mi mundo, porque simplemente querías distraerte. Tuviste que sacarme de mi paz,
y ahora harás estragos en mi mente. Me han dicho tus intenciones… Las líneas de
la carta me lo han revelado; un pariente de confianza mío, me lo ha revelado.
Conoces nuestras vidas, a través de la bola de cristal, y quizá lo estás
disimulando. Lo que sé, es que con el tiempo, yo no me iría a convertir en tu
muñeco de práctica, con quien siempre pudieras jugar. Ahora yo me marcharé de
aquí. Aquí sólo pasaré desgracias. Y si fuera por ti, quizá tú me dejarías
atrapado en este mundo. Si fuera por ti, quizás en unos días yo ya estuviera
deshaciéndome en tu caldero. Eres una bruja. Después de todo, quizá me habrías
hecho un hechizo terrible. ¿Pero sabes qué, Rina? –Luisel estaba bastante
enardecido en sus palabras, estaba concentrado, violento, arrebatado, pero a la
vez sintiéndose seguro, manteniendo aquellos fuertes deseos de descargarse- Yo
te abandonaré feliz. No me gusta la insidia que llevas. Intentas esconder tu
naturaleza maligna. Ya me iré de aquí. Ha sido nefasto pisar este mundo, y casi
quedar atrapado, en esta especie de pesadilla, donde por suerte, se han
desenmarañado tus malas intenciones, o si no, quizá qué destino me hubiera
esperado. Ya, no pretendo alargar más mis palabras, este es el asunto. Puedes
buscar más muñecos de prueba, puedes buscar más si quieres en mi mundo humano.
Pero ojalá te vayas consumiendo lentamente en la agonía, y aprendiendo de tus
errores. ¡Te desprecio Rina! Ha sido realmente una mala experiencia conocerte, y
ahora tengo este desprecio grande en mí-. Luisel se detuvo, a tomar aliento. Se
llevó la mano al pecho, exhaló, y cerró sus ojos. Entonces, le volvió a plantar
aquella mirada desafiante, cuando estaba por decirle sus últimas palabras, y
entonces, muy decidido, con aversión, le dijo:
-Rina, ¡me das asco! Esta es la verdad de mis palabras...
Y se marchó, dejando contemplar cómo su figura se iba
retirando, dando fuertes pisadas, furioso, lleno de energía de una ira que
había tenido guardada, de un odio que ahora se manifestaba por su silueta, por
su expresión, tan arrepentido, tan amargado, y que pareció sólo vacilar un
momento, en que tuvo sus sentimientos confundidos. Pero entonces la ira volvió
a enfurecerlo, y continuó en su sendero de odio. Rina sólo lo contempló, y
aunque al principio tuvo deseos de decirle alguna palabra, no quiso hacerlo, y
se quedó allí. No quiso detenerlo, porque después de todo, aunque todo fuera
una injusticia, por cuenta de él mismo se iba yendo, por su cuenta propia. Y
aunque ella se hubiera tomado el tiempo de explicarle, no, no había caso. Era
su decisión irse. Y ya nada quizás, lo iría a convencer. Rina no iba a gastar
sus palabras explicándole. Era mejor guardarse todo sentimiento que tuviera
ahora, y sólo contemplarlo irse, y verlo, como se perdía a la distancia.
Rina entonces observó ante sus pies, la carta tirada, con
desprecio sobre el piso. La recogió, y se tomó la molestia de desenvolverla y
leer apenas las líneas del principio. “Con que a esto se debe todo…” pensó,
observando con disgusto la carta entre sus manos. Y no quiso ni siquiera
guardarla, volvió a dejarla en el suelo, donde estaba, y se retiró. Ya no tenía
nada más que hacer en aquel lugar, y pensaba que aquella carta, era un
desperdicio.
Aquella noche se había hecho eterna. Rina volvió en un
momento de la noche, a su escuela, la escuela de brujas. Quería simplemente,
estar un momento a solas, y ordenar las cosas que dejaba allí siempre, en esa escuela,
que estaba mayormente vacía a aquellas horas, se convertía en un lugar ideal
para el propósito de estar a solas. En una agradable soledad y silencio, una
desolación. Llegó hasta su casillero. Estaba pensativa, pero a la vez no quería
pensar nada. Lo abrió, y contempló sus libros. Todo estaba en orden, para las
clases de mañana, que comenzarían en unas horas. Por mientras, quedaba todavía
una larga noche. Rina continuaba contemplando sus cosas, inmersa, como
mostrando algún tipo de tristeza, algo que se reflejaba en su interior. Pero
ella no quería reflejar tal sentimiento. Casi al cabo de una media hora
después, en que ella estuvo reflexionando todo el rato, llegaron algunas de sus
amigas. Escafandra, la más curiosa, le había preguntado qué le sucedía. Pero
los pocos ánimos de Rina, su dejación, y sus respuestas sin vida, les hicieron
entender que no tenía demasiados deseos de responder, y que era mejor que se
retiraran; se los pedía de una forma suave, con la mirada. Entonces sus amigas
se retiraron luego, y continuó allí, aguardando por algo indefinido, apreciando
aquel solitario momento en el que podía pensar totalmente concentrada. También
desde un espacio entre dos pasillos, en la oscuridad, estaba Ivel, el fantasma
que había conocido en las tempranas horas en la escuela, que se había declarado
su admirador, para su sorpresa. La observaba, con atención, extrañado ante
aquella tristeza. Y por más que se preguntara qué le sucedía, no podía entender
la razón, de por qué Rina parecía llevar pesadumbre en su mirada, y continuaba
observando, curioso. Ahora nada podía motivar a Rina. Por el momento por lo
menos, nada. Estaba ligeramente afligida, pero se resistía a aceptarlo, porque
no quería sentirse así, ni mostrar debilidad.
Más tarde, cuando las horas continuaban transcurriendo y la
noche todavía se extendía, Rina llegó hasta su torre de la bruma. Allí, entre
la oscuridad, estuvo decorando, colgando los ornamentos, preparando las trampas
que se activarían cuando llegaran sus invitadas brujas, fantasmas, muertos
vivientes, vampiros, aquel día de la celebración de la festividad de Halloween,
y de vez en cuando se paraba en medio del vestíbulo superior de la torre en que
se encontraba, ubicado cerca de su habitación, simplemente a pensar. Pensaba,
entre aquella oscuridad. Luego saldría, iría a los jardines, a plantar las semillas
que había comprado en la feria, para que nacieran aquellas marchitas flores, de
un color agrio. Pero ahora, se había ido junto a la ventana. Allí había estado
reposando su gata, Purpúrea, que su figura se dejó ver fugaz, cuando escapó
instantáneamente al percibir a su dueña, escapó traidoramente. Desde la ventana
Rina observó las calles, y luego que se cansó de meditar, volvió nuevamente al
centro de aquella habitación. Estuvo entre las tinieblas, pensando. Pensó un
momento en Luisel. ¿Por qué aquella carta lo había movido tanto, a actuar, como
lo había hecho? Debía confiar bastante en su tío. “Leandro” pensó Rina, con un
sarcasmo, sonriendo. “La culpa es de aquel tipo, ¿por qué confiará tanto en él?”
y sólo Rina sabía, cuáles eran sus verdaderas intenciones, las de ella, y lo
que sucedía en su interior. Nadie más podía predecirlo. Estaba claro que, nunca
habría usado a Luisel como un muñeco de prueba. Jamás habría sido ella un alma
tan deshonesta, independientemente de que fuera una bruja. Sus intenciones
solamente, eran mostrarle su mundo, y que ambos se distrajeran, aunque al principio,
sólo había deseado distraerse ella. También quería aprender de las costumbres
humanas. Más que todo, con Luisel, se había propuesto intercambiar
experiencias.
Pero ahora se había ido. La noche estaba desolada. Rina
después que terminó de decorar, volvió a su habitación. Allí estaba el caldero.
Todavía parecía estar caliente, y echaba algo de humo. Rina se preguntaba, si
es que Luisel podía haber vuelto a la torre, y haber usado el caldero para
volver a su mundo. Sí, aquello podía ser posible. Pero no lo había hecho. De
haberlo hecho, el caldero habría estado mucho más caliente, y humeando mucho
más, después de haber funcionado recién. Pero estaba normal, casi como ella lo
había dejado.
Seguro se había perdido por allí, en los exteriores, en la
oscuridad, en lo desconocido, en infinitas calles que llevaban a lugares que lo
desorientarían, de este mundo que habitaba Rina, buscando él un rumbo hacia su mundo. A Rina ya no le
interesaba. Era mejor que él decidiera por sí mismo. La noche continuaría
transcurriendo, y Rina continuaría sola y aburrida. Esta había sido sólo una
experiencia, que iría a desaparecer con el tiempo, aunque el recuerdo
perduraría quizá por algunas noches. Los recuerdos siempre perduraban algún
tiempo. Y se aliviaba un poco al pensar que luego de haber buscado la mayoría
de las horas anteriores materiales, y en general, haber tenido aquella noche
bastante ajetreada, ya podía descansar. Eso
la hacía poder respirar más sosegada. En unas horas volvería a la rutina. Así
era su vida de bruja. Constantes quehaceres, hechizos y experiencias. Ya le
llegarían nuevas ocurrencias y momentos por disfrutar. Por ahora, tan sólo
pasaría la noche, y en unas horas quizás, el aburrimiento amenazaría nuevamente
con entrar por su ventana. Así era su vida, y constantemente debía estar
encontrando una forma, de combatir dicho aburrimiento.
Sonrío un poco más optimista, y volvió a su diario de
hechizos. Luego de leer un rato, se durmió, tapándose el rostro con él de
nuevo, como siempre terminaba con el diario así, sin poder evitarlo, porque le
entraba un gran sueño. Bostezó y durmió, con una ligera sonrisa que luego
desapareció, y ahora lo que quedaba era solamente aguardar hasta las horas
siguientes en que despertaría, para partir a la escuela de brujas, a comenzar
nuevamente la costumbre. La entretenida a veces, costumbre.