Seis rojas velas de lánguida llama
ardían sobre diversos lugares de la habitación sepultada en mañana. Aquel era
un amanecer mustio y venenoso, que traía el anuncio de una vida que
pausadamente se degradaba en un precipicio hacia la muerte; conformado por la
cama sucia, las exánimes almohadas; la mella en el centro del colchón que acunó
tanta agonía y sufrimiento, donde este hombre en estado terminal vertía las
penas y recuerdos más agrios de traer a la memoria.
Sus ojos cristalizados se
dirigían hacia la tenue luz de la ampolleta, vacíos de esperanza, en un
constante ruego por ser arrancado de este mundo. En el velador, yacía un
retrato en blanco y negro mostrando a una mujer de redondos contornos, labios
púrpura; era su hija, evocación del pasado, que le recordaba la época en que la
veía jugar, correr, y él sonreía. El fatídico día en que un paro cardíaco la
mató, extinguió todo rastro de felicidad en esta añeja habitación donde el
padre yace ahora.
En el transcurso de años
desamparados, permaneció postrado, como lastimera efigie de ser humano; difunto
en vida, devorado por vendajes, remedios; la inexorable soledad. En este lugar,
anhelaba con desesperación a lo largo del día, divisar en su andar a la dama
blanca, apaciguadora de espíritus presa del agobio; la muerte en forma de
hembra, a quien quería hallar rondando frente a su cama, para que tomara su
mano y emprendiera con él un viaje sin retorno, hacia donde no existiría esta
realidad suya podrida de enfermedad diaria y derramada sangre inocente.
En una nueva tarde carmín,
con su ser anciano, muerto de emociones, echado sobre el duro colchón del
reposo agónico, hubo una aparición en el cuarto, a la que atribuyó origen
divino. Se manifestó un fantasma de cuerpo femenino, con un collar de perlas
azules en el pecho. El espectro, levantó su mano cubierta por manga de seda y
la extendió hacia el decrépito hombre, invitando a tomarla. “El instante por el que tanto he aguardado”,
pensó el viejo; “Finalmente se ha
acordado de mí”; “Mujer más
encantadora de todas, llévame”.
Estalló el relámpago, la
lluvia torrencial se derramó en la ventana. Sintió que era levantado, se
desangraba, se desprendía de su piel el cable del suero. Y él era una vieja
pasa, exangüe, carente de voluntad y fuerza. “¿Has venido por mí?”. “No es
un engaño, ¿verdad?”, preguntó ansioso, al pulcro rostro de mujer en frente
suyo. Ella asintió. Lo arrastró fuera de la cama, para hacerlo caminar como un
desgastado anciano que daba sus primeros pasos, a través del alba en el cuarto,
cuya luz era un sendero despejado y cierto hacia el más allá.
El destello que provino de
la tempestad exterior iluminó por un segundo el espacio. La cama quedó vacía,
los vendajes hechos a un lado; la antigua temperatura del enfermo seguía adherida
al colchón, abigarrado por una mancha de sangre seca. El desgraciado hombre
desapareció, la mujer fantasmal lo había llevado a un reino sobrenatural donde
existía tranquilidad eterna, y la muerte era un túnel oscuro sin vía de salida.
El cuarto recobró el
sosiego. Eternos atardeceres de vivo tormento culminaron con la visita del
fantasma que trae la muerte. Se despejó el cielo, no volvió a llover. Y en la
imagen sobre el velador, la tez en blanco y negro de la hija anteriormente
seria, ahora mostraba una radiante sonrisa.
DarkDose
15/12/2013: Este relato ha pasado por varios cambios, pero ahora, como se expresa en el título, está en su versión final. Es posible que lo presente a un concurso de cuentos.